Hay un célebre enunciado con truco para poner en evidencia el funcionamiento imperfecto de los mecanismos mentales. Se le dice a alguien de corrido que Hitler ordenó exterminar a los judíos, los gitanos, los homosexuales y los carniceros. Nueve de cada diez personas sometidas a la prueba reaccionan preguntando por qué a los carniceros. De algún modo, se da por asumido que había motivos para perseguir a los otros grupos nombrados. Evidentemente, la sorpresa se manifiesta solo en el bote pronto y como fruto de la trampa. Basta medio segundo para que reaparezca la sensatez.
Cuento esto porque yo mismo acabo de morder un cebo parecido. Cuando leí que mañana van a juzgar a dos profesores de la universidad pública vasca a los que se acusa de prevaricación por haber matriculado a dos deportados de ETA, lo primero que me salió de ojo fueron los nombres. ¿Xabier Aierdi y Enrique Antolín? Pero si… Ahí mismo frené, porque me di cuenta de que lo siguiente era aceptar que si se hubiera tratado, pongamos, de Karmelo Landa, el asunto habría resultado medianamente lógico. Pues no, estaríamos ante idéntico atropello. Y el hecho de que el juicio tenga lugar en el presunto nuevo tiempo tampoco lo convierte en una arbitrariedad mayor. En el viejo habría sido igual de denunciable.
Antes y ahora, aquí y en la luna, independientemente de la filiación y la biografía de quien se siente en el banquillo o del signo zodiacal bajo el que se celebre, esta actuación judicial es un desmán. Como han expresado atinadamente los más de mil compañeros de la UPV/EHU que han firmado un manifiesto de apoyo a los encausados, cualquier docente podría haber corrido la misma suerte que Aierdi y Antolín, que lo único que hicieron fue cumplir una función que tenían encomendada. Por haberlo hecho están —qué ironía más siniestra— imputados por prevaricación y ante una petición de ocho años de inhabilitación. Y le llaman Justicia.