Hay cosas que no han cambiado en estos quince meses de agonía pandémica que acumulamos. Cada vez que llegaba la fecha límite de vigencia de los ERTE, el gobierno español, los sindicatos y la patronal se entregaban a la misma coreografía. Las negociaciones para la prórroga se rompían y se retomaban media docena de veces hasta que, justo con el plazo a punto de vencer, se alcanzaba el acuerdo. En el fondo, todos sabíamos, incluidos los participantes en la ceremonia, que se trataba una especie de combate fingido, puesto que no cabía otro desenlace que la renovación. Y así ha vuelto a ser en esta ocasión, donde todas las diferencias han quedado aparcadas ante lo evidente: la alternativa era peor para todas las partes. El resultado es el alivio para los afectados y una nueva fecha en el horizonte, el 30 de septiembre. Menos da una piedra, pero hay una pregunta que casi nadie se atreve a formular en voz alta: ¿Cuántas veces más se pueden prorrogar los ERTE? Hay quien sostiene, desde el conocimiento de los entresijos del mercado laboral, que ya se ha sobrepasado el tope.
Nadie niega las bondades de la medida y su contribución a limitar los daños del desastre causado por el virus. Ha sido un mal menor muy efectivo. Sin embargo, también resulta evidente que su aplicación generalizada ha enmascarado la realidad. O dicho en términos más crudos, se tiene la constancia de que muchas empresas no van a poder afrontar la vuelta de todos sus trabajadores en ERTE. Otras han descubierto que pueden funcionar con un tercio menos de la plantilla. Bienvenida, en todo caso, la nueva prórroga. Pero se impone buscar una solución más estable.