Confieso que en este instante sigo sin tener demasiado claro en qué consiste el negocio multimillonario del prófugo fiscal que se hace llamar El Rubius. Parece ser que la cosa va de decir y hacer insustancialidades a cada cual mayor delante de una cámara, a veces en vivo y otras en diferido. Por lo visto, y aunque a los del plan antiguo nos resulte incomprensible, hay centenares de miles de pipiolos de entre 10 y 30 años —sí, así de flexible es la adolescencia en el tercer milenio— dispuestos a contemplar sin pestañear las soplagaiteces del gachó. Y justo en la existencia de esa masa descomunal de consumidores que tiran del bolsillo de sus despreocupados progenitores es donde está el truco: hay poderosas empresas que bañan en parné al pastor audiovisual para que lleve a sus borregos a pastar a sus prados de pago.
Así es como este figura ha ingresado en los últimos años el dineral que ahora le ha llevado a fijar su residencia en Andorra para no pagar impuestos. En realidad, no es nada que no vengan haciendo hasta la fecha innumerables celebridades de esas que festejan sus triunfos envueltos en rojigualdas. La novedad estriba en que este gañancete lo ha hecho con luz y taquígrafos, sin cortarse ni media a la hora de exhibir su egoísmo y su insolidaridad como proezas. Y sus feligreses, aplaudiendo.