Con alguna honrosa excepción, como Ernest Lluch, la cartera de sanidad de los Gobiernos españoles ha estado ocupada por individuos que oscilaban entre lo peculiar y la peligrosidad pública sin matices. Los de mi generación para arriba recordarán, sin duda, a Jesús Sancho Rof, matasanos con carné de UCD que ha pasado a la historia por atribuir el envenenamiento masivo con colza adulterada a “un bichito tan pequeño que si se cae de la mesa, se mata”. Me temo que Ana Mato, actual ministra del ramo —o de las ramas, por su tendencia a irse por ellas— es de la misma escuela.
Tiene la suerte la interfecta de estar rodeada en el gabinete por Wert, De Guindos, Montoro, Gallardón, Fernández Díaz, Soria, Báñez o Margallo, que no le van a la zaga en facilidad para la micción fuera de tiesto. Si no fuera por la dura competencia con sus compañeros de Consejo, sus ocurrencias y salidas de pata de banco se habrían constituido por derecho en género cómico y entrado en el repertorio de los cuentachistes, como le ocurrió en su día al pobre Fernando Morán. Méritos tiene, y si no, vean esta frase: “Hemos adoptado una medida que ya estaba adoptada”. O esta: “No es lo mismo una persona que no está enferma en su consumo de medicamentos que una persona que está enferma”.
Hay unas cuantas decenas de disparates parecidos que llevan su autoría, pero donde la perito de pomadas y píldoras terminó de consagrarse fue con el anuncio de que se retirarían del vademécum medicamentos que “se pueden sustituir por alguna cosa natural” [sic]. Todavía nos duraba la risa cuando la gachupinada se hizo oficial. Se deja de subvencionar 425 principios activos. Entre ellos, los que están presentes en los socorridos Bisolvón, Fortasec, Fluimicil o Fastum Gel de los que no nos hemos librado nadie. ¿Por qué no nos habían dicho antes que eran sustituibles por las gárgaras de miel y limón o por un emplasto de hojas de lechuga?