Un corredor muerto, cinco ingresados en la UCI en estado grave, otros seis hospitalizados, incontables atendidos en situación comprometida y vaya usted a saber cuántos que directamente se cayeron en el asfalto y fueron retirados por amigos o familiares. Siempre he tenido claro que el deporte de élite no es deporte, y ahora empiezo a plantearme que el popular tampoco lo sea. No, no hablo solamente del Vietnam que se vivió el domingo en la Behobia-San Sebastián.
De un tiempo a esta parte, va para tres o cuatro años, vengo contemplando con creciente asombro este fenómeno descaradamente comercial al que sucumbe en masa un personal que, en no pocos casos, ya ha renovado el carné de identidad un puñado de veces. Parece caricatura, pero se diría que calzarse unas zapatillas y embutirse en unas mallas es el modo que más de uno ha encontrado para enfrentarse a la crisis de los cuarenta. O de los cincuenta, que ya les puedo citar yo una docena de conocidos que al llegar a esa edad se han convertido en tardíos émulos de Mariano Haro, al que cito adrede porque es de la época de muchos de los mentados. Me hago cruces al ver que tipos y tipas que conocieron las filfas del footing y, una década después, el jogging, hayan comprado este peine del running, que como todos sabemos, viene a ser el correr de toda la vida.
Es verdad: como seguramente estarán protestando para sus adentros varios lectores, es injusto generalizar. Hay miles de personas que practican ejercicio con tiento y sentido común, de modo que resulta plenamente saludable. Pero no me digan que los que acabo de retratar son producto de mi imaginación.