Investidos de la autoridad que da fajarse con datos contantes y sonantes ocho horas al día, el sindicato de técnicos del ministerio español de Hacienda ha documentado lo que cualquiera con un par de ojos en condiciones de uso ve a su alrededor. Crece y no para la cantidad de personas —sí, de las de carne y hueso— que viven con lo puesto y aun tienen que rogarle a la Virgen, al banco y a los gobernantes que las dejen como están, porque no hay situación mala que no sea susceptible de deteriorarse hasta el infinito.
Según el cómputo de los inspectores, en el conjunto del estado español hay ya 20,6 millones de ciudadanas y ciudadanos mayores de 18 años que han caído al abismo de la precariedad, cuyo umbral técnico está en mil euros de ingresos mensuales. Nótese, de entrada, que hasta en la penuria hay grados. Por tremendo que parezca, no es lo mismo tratar de subsistir con 999 que con cero. Siempre hay alguien que está peor, aunque eso no debería servir de consuelo. Y por lo que nos toca en Euskal Herria, también sería de una autocomplacencia suicida celebrar que nuestras dos subdivisiones autonómicas figuran en la zona de alivio de luto de la lista de la miseria. Si nos comparasen con Burundi, todavía saldríamos mejor en las estadísticas, pero eso no surtiría las mesas de nuestros casi setecientos mil convecinos descolgados del pelotón del bienestar.
De hecho, más allá de las descorazonadoras cifras, la gran enseñanza del informe de los técnicos de Hacienda es lo poco que hace falta para perder pie y verse arrojado a la cuneta. En menos de un año se puede pasar de los salones de Arzak al comedor de Cáritas o del fin de semana en Baqueira a la notificación de desahucio. Como certeramente resume el título del estudio, le estamos diciendo adiós a la clase media. En realidad, al sueño de pertenecer a ella, porque la gran mayoría —ahora lo comprobamos— siempre estuvo ahí de prestado.