Acerca del hartazgo

Disgusto, descontento, irritación, ira, indignación, cabreo. No parece haber duda en el diagnóstico: el sulfuro popular alcanza máximos históricos (diría más bien, no recordados; maldita desmemoria), y ya no bastarán las palabras para hacer retornar las aguas a su plácido cauce. Es más, en el punto de ebullición en el que estamos, ni siquiera los hechos serán eficaces. Llegan muy tarde los partidos de la vieja política a soltar lastre podrido o sacrificar a sus ovejas negras a la vista pública. Eso no solo no calmará los ánimos exaltados, sino que será acogido como la confirmación de que durante años se ha consentido, cuando no promovido, el latrocinio sistemático… o sistémico, como tanto gusta decir ahora.

¿Estamos, entonces, a las puertas de la ruptura pendiente desde 1977? Eso es lo que sostienen algunos de mis amigos que siguen firmes en su fe a Marx, Lenin y Gramsci. Y aunque tengo el pálpito de que unas cuantas cosas sí van a cambiar, algo me dice que no será necesariamente en el sentido que ellos y ellas anhelan. Será cuestión de ver cómo discurren los acontecimientos, pero yo no estoy tan seguro de que el creciente ejército de hastiados pretenda alumbrar un nuevo orden basado en los más nobles principios. Mucho me temo, de hecho, que la aspiración mayoritaria no vaya más allá de rebobinar la película hasta aquellos momentos felices en los que el sistema, siendo igual de injusto que ahora, tenía una confortable zona de recreo para los que se soñaron clase media o similar. Al tiempo, si el antídoto para este hartazgo en apariencia incontrolable no es volver a repartir unas migajas.

Maldita prosperidad

En los tiempos de la presunta bonanza —rasquemos y veremos que no fue tal— me dejé las cejas, las yemas de los dedos y la garganta gritando que aquello era Jabugo para hoy y chopped para mañana. Pasé por cenizo, agonías y, de propina, analfabeto funcional en materia macro y microeconómica. “Lo del ciclo alto y el ciclo bajo se ha acabado; estamos en una nueva era de crecimiento continuo sostenido, con pequeños parones en el peor de los casos”, llegó a decirme un cátedro de la cosa. Y tras él, otro, otro y otro más. Cada perito en finanzas que me echaba al micrófono me vendía la misma moto y me daba unos golpecitos metafóricos en el lomo para que me relajara y gozara de la abundancia. Lo que tenía que hacer era dar gracias al cielo o a Wall Street por haber alcanzado mi madurez en una época en la que los alquimistas del parné habían creado las habichuelas mágicas. En lo sucesivo, habría mucho y para todos. En unos años, el umbral de la pobreza lo marcarían el 4×4 y los quince días de rigor en Cancún o Punta Cana.

Lo amargamente divertido es que bastantes de esos profetas son los que ahora andan predicando el apocalipsis. La neodoctrina es el anverso exacto de la anterior: decrecimiento continuo sostenido, con pequeños parones en el mejor de los casos. Íbamos como cohetes a la estratosfera de la opulencia y de pronto nos encontramos de culo, cuesta abajo y sin frenos cayendo al abismo sin fondo de la miseria. “Nunca regresaremos a los niveles de renta y bienestar que tuvimos”, reza el mantra vigente.

La trampa está en el enunciado y, especialmente, en el uso a la ligera de la primera persona del plural. ¿Regresaremos? ¿Tuvimos? ¿Quiénes y cuándo? Los hay que ya estaban tiesos entonces y que lo estarán más en el futuro. Otros ya iban cuatro escalones por encima y en este instante sacan ocho o diez traineras a la media. ¿La media? Sí, esa es la que se ha dado con la realidad en el morro.

Fin del sueño

Investidos de la autoridad que da fajarse con datos contantes y sonantes ocho horas al día, el sindicato de técnicos del ministerio español de Hacienda ha documentado lo que cualquiera con un par de ojos en condiciones de uso ve a su alrededor. Crece y no para la cantidad de personas —sí, de las de carne y hueso— que viven con lo puesto y aun tienen que rogarle a la Virgen, al banco y a los gobernantes que las dejen como están, porque no hay situación mala que no sea susceptible de deteriorarse hasta el infinito.

Según el cómputo de los inspectores, en el conjunto del estado español hay ya 20,6 millones de ciudadanas y ciudadanos mayores de 18 años que han caído al abismo de la precariedad, cuyo umbral técnico está en mil euros de ingresos mensuales. Nótese, de entrada, que hasta en la penuria hay grados. Por tremendo que parezca, no es lo mismo tratar de subsistir con 999 que con cero. Siempre hay alguien que está peor, aunque eso no debería servir de consuelo. Y por lo que nos toca en Euskal Herria, también sería de una autocomplacencia suicida celebrar que nuestras dos subdivisiones autonómicas figuran en la zona de alivio de luto de la lista de la miseria. Si nos comparasen con Burundi, todavía saldríamos mejor en las estadísticas, pero eso no surtiría las mesas de nuestros casi setecientos mil convecinos descolgados del pelotón del bienestar.

De hecho, más allá de las descorazonadoras cifras, la gran enseñanza del informe de los técnicos de Hacienda es lo poco que hace falta para perder pie y verse arrojado a la cuneta. En menos de un año se puede pasar de los salones de Arzak al comedor de Cáritas o del fin de semana en Baqueira a la notificación de desahucio. Como certeramente resume el título del estudio, le estamos diciendo adiós a la clase media. En realidad, al sueño de pertenecer a ella, porque la gran mayoría —ahora lo comprobamos— siempre estuvo ahí de prestado.