Parte de la verdad

Dadme unos datos y moveré el mundo. Hacia donde me convenga, por descontado. Con los del paro, que conocimos ayer, se puede hacer el aleluya de la recuperación impepinable o una saeta lacrimógena. Es cuestión de elegir en dónde poner el foco. Si se sitúa sobre los números gordos, los que hablan del mayor descenso en quince años, cabe ordenar el repique de campanas y proclamar la inminente vuelta de las vacas gordas. Sin embargo, si echamos mano de la lupa —de poquito aumento, ciertamente— para escudriñar las cifras más esquinadas, las que revelan que los contratos no son ni sombra de lo que fueron o que la cobertura del desempleo está en niveles de hace una década, procede declarar el Def Con Dos social y hacer sonar la trompetas del apocalipsis.

La cuestión, por raro que parezca, es que una y otra lectura —rebajadas, eso sí, de excesos demagógicos y propagandísticos— son perfectamente compatibles y reflejan verdades que se superponen en la realidad que nos toca vivir. Diría, de hecho, que la gran característica de la sociedad actual en nuestro entorno es esta dualidad brutalmente contradictoria: conviven en más o menos el mismo espacio y planos no demasiado alejados la miseria casi absoluta con una holgada prosperidad. Ocurre que cada bandería ideológica pretende mostrar solo el trocito que le interesa a sus fines. Dependiendo de si se gobierna o se aspira a desalojar a quienes lo hacen, se nos vende la bonanza a un cuarto de hora de ser recobrada o se nos pinta un tenebroso paisaje lunar. La paradoja, como señalaba, es que unos y otros mienten y dicen parte de la verdad al mismo tiempo.

Maldita prosperidad

En los tiempos de la presunta bonanza —rasquemos y veremos que no fue tal— me dejé las cejas, las yemas de los dedos y la garganta gritando que aquello era Jabugo para hoy y chopped para mañana. Pasé por cenizo, agonías y, de propina, analfabeto funcional en materia macro y microeconómica. “Lo del ciclo alto y el ciclo bajo se ha acabado; estamos en una nueva era de crecimiento continuo sostenido, con pequeños parones en el peor de los casos”, llegó a decirme un cátedro de la cosa. Y tras él, otro, otro y otro más. Cada perito en finanzas que me echaba al micrófono me vendía la misma moto y me daba unos golpecitos metafóricos en el lomo para que me relajara y gozara de la abundancia. Lo que tenía que hacer era dar gracias al cielo o a Wall Street por haber alcanzado mi madurez en una época en la que los alquimistas del parné habían creado las habichuelas mágicas. En lo sucesivo, habría mucho y para todos. En unos años, el umbral de la pobreza lo marcarían el 4×4 y los quince días de rigor en Cancún o Punta Cana.

Lo amargamente divertido es que bastantes de esos profetas son los que ahora andan predicando el apocalipsis. La neodoctrina es el anverso exacto de la anterior: decrecimiento continuo sostenido, con pequeños parones en el mejor de los casos. Íbamos como cohetes a la estratosfera de la opulencia y de pronto nos encontramos de culo, cuesta abajo y sin frenos cayendo al abismo sin fondo de la miseria. “Nunca regresaremos a los niveles de renta y bienestar que tuvimos”, reza el mantra vigente.

La trampa está en el enunciado y, especialmente, en el uso a la ligera de la primera persona del plural. ¿Regresaremos? ¿Tuvimos? ¿Quiénes y cuándo? Los hay que ya estaban tiesos entonces y que lo estarán más en el futuro. Otros ya iban cuatro escalones por encima y en este instante sacan ocho o diez traineras a la media. ¿La media? Sí, esa es la que se ha dado con la realidad en el morro.