Resulta curioso que con lo poco o casi nada que se respetan los de toda la vida (léase anteayer), en los paritorios jurídicos no dejen de venir al mundo —al trocito escogido, se entiende— nuevos derechos. El último alumbramiento, bendecido por ese Deus ex machina que llamamos Tribunal de Justicia Europeo, es el del derecho al olvido. No me digan, para empezar, que no suena poético; hecho a propósito para una letra de Joaquín Sabina, que rimaría con envido, pido o mido. Y pasado a prosa, aún mantiene el toque lírico, porque lo que acaban de reconocer sus señorías con asiento en Luxemburgo es que se pueden capturar unicornios azules. Poco más o menos de eso se trata cuando nos dicen a los humanos corrientes y molientes que la ley nos amparará si le vamos al todopoderoso Google con la exigencia de que borre cualquier rastro de nuestros patinazos pasados si entendemos que su permanencia a la vista pública nos perjudica.
Más allá de las dificultades técnicas y la escasa disposición del buscador de buscadores para llevar a cabo la exigencia, mi reflexión me lleva a la no sé si candidez o soberbia que hay tras la formulación general. Queremos decretar que nuestro pasado es legalmente moldeable a voluntad, que podemos quedarnos con los trozos vividos de los que estemos satisfechos y descartar el resto. Mantendríamos así biografías eternamente inmaculadas, amén del camino expedito para seguir errando, pues cada nuevo lamparón que nos echáramos sería inmediatamente eliminado sin dejar huella. Por suerte o por desgracia —elija cada cual— tan grande imposible escapa a las atribuciones de un tribunal.