Tecnocracia

Mucho Iphone 4, mucha tabletita superchachipiruli, pero a la hora de la verdad, estamos como cuando el calzado universal era la alpargata. Otra vez toca pedir pan, libertad y ya, si eso, un poco de justicia. Quién nos lo iba a decir. Apenas anteayer estábamos bien surtidos de lo primero y, como teníamos el estómago satisfecho, un plasma de 40 pulgadas y banda anchísima para subir fotos chorras al Facebook, nos bastaban las migajas de lo segundo y lo tercero. De pronto, nos han despertado del tórrido sueño burguesote y nos han devuelto a un siglo XIX con aire acondicionado, autovías, aeropuertos y, como adorno, sufragio universal para que, si protestamos, nos recuerden que fuimos nosotros quienes escogimos entre susto y muerte.

Antes de que les dé un shock anafiláctico a mis cuatro o cinco lectores (y amigos) tardoliberales, aclaro que, efectivamente, estoy exagerando la nota. Guárdense esas maravillosas y autotranquilizadoras tablas que demuestran que la Humanidad, con gigante H mayúscula, nunca ha estado mejor que ahora. Aunque a diferencia de ellos, no me consuela que hoy mueran 25.000 personas de hambre al día en lugar de 100.000, si me miro los michelines o abro el grifo del agua caliente, ya veo que, desde que Marx escribió “El capital”, el progreso material ha dado un arreón considerable. Otra cosa es que piense que esas comodidades y esos cachivaches que compramos, tiramos y volvemos a comprar, nos han disparado el colesterol de las conciencias.

Ahí es adonde iba yo: ahora que comienza la reconquista tecnócrata de Europa desde las penínsulas helénica e itálica, nos encontramos, como decía Hubbard, demasiado cobardes para luchar y demasiado gordos para salir corriendo. Muy pronto, los chisgarabises políticos —que ya mandaban poco— serán relevados de todos los gobiernos por implacables gestores de hierro. Está por ver que nos procuren pan. Justicia y libertad, ni soñarlo.

Grecia y el abismo

La metáfora de la tragedia griega está muy sobada pero, en su obviedad, es difícil encontrar otra que condense mejor el tremebundo embrollo que tienen montado en el país de las ruinas y el sirtaki. Como ya he pasado el sarampión y la selectividad, puedo escribir sin miedo a que me lapiden o me cateen que esos dramones que dos mil quinientos años después se empeñan en actualizar tipos sin alma y generalmente sin ingenio eran el equivalente de la época a los culebrones que hoy miramos como basurilla menor. Además de por la artificiosidad —sobre todo cuando las traducen cátedros tan amojamados como la lengua original—, las piezas se caracterizan por encadenar una sucesión de desgracias que le ocurren a alguien (el héroe o la heroína)… que por lo común se las ha ganado a pulso.

Si arrimamos la sardina de la comparación al ascua neoliberal, tendremos que los griegos las están pasando canutas única y exclusivamente por su mala cabeza, por haber sido cigarras derrochadoras y haberse dedicado al lirili subvencionado en vez de al lerele productivo y calvinista. Si la alegoría la hacen desde el fondo contrario, entonces se nos contará que toda la culpa de los épicos helenos es haber desafiado a los despiadados dioses del tercer milenio (los mercados, ya se sabe) y padecer a unos gobernantes veletas y bandarras.

¿Cuál es la versión buena? Probablemente, la que está tirando, ni poco ni mucho, hacia el medio. Vamos, que se han juntado el hambre y las ganas de comer en algo que si no lo es, se parece horrores a la tormenta perfecta. Lo jodido es que empezó a llover hace mucho y sacar un referéndum a modo de paraguas no parece que vaya a servir de gran cosa. Sí, muy democrático y tal, como corresponde a la cuna del supuesto “gobierno del pueblo”, pero llega con toda la pesca repartida. Lo único que podrán elegir los griegos es si mueren por asfixia o por inanición. Así de… trágico.