No ganamos para nuevos palabros. Sin asimilar todavía lo de flurona, que presuntamente alude a una infección simultánea de gripe y coronavirus que la OMS asegura que todavía no ha ocurrido, nos llega el verbo gripalizar. Pasando por alto que juraría que está mal construido de acuerdo a los parámetros lexicológicos (joder, qué fino me pongo a veces), la pura intuición nos señala que se refiere, de nuevo, a la gripe común. Se trataría, pues, de abordar el covid como si fuera una gripe común.
De entrada, el planteamiento acongoja porque recuerda a los inicios de la peste, hace ahora dos años, cuando los más sabios del lugar nos aseguraban que el virus entonces recién censado no nos daría más quebraderos de cabeza que el que nos visitaba, convenientemente mutado, una vez al año. Poco tardamos en comprobar que su capacidad mortífera era muchas veces más alta. Seis olas después, y en medio de una explosión incontrolable de contagios con predominio de casos no excesivamente graves, se nos dice que ha llegado el momento de dejar de contar y rastrear cada positivo, salvo que afecte a los colectivos vulnerables. Puede que tenga su lógica científica (ahí no voy a entrar), pero suena más a lo que ya apunté por aquí: a asunción del principio de realismo. Dado que, pese a las ensoñaciones lúbricas de los que no van a verse en el marrón de gestionar el cataclismo, es imposible que haya una docena de sanitarios por barba, se tira por la calle de en medio. Se priorizan los casos más graves, se vigila el resto en la medida de lo posible y se acepta el imponderable: en seis semanas uno de cada dos habremos pillado el bicho.