Algo sí ha conseguido el ministro Fernández. Bastante, en realidad, y uno se pregunta si estaba en su plan inicial o si ha sido chamba. Tanto da. El caso es que su redada a la (no tan) vieja usanza contra Herrira le ha venido con propina. Además de contentar a la claque del ultramonte jugando a ser Chuck Norris y pasándose el derecho por la ingle, ha logrado que la bilis dialéctica vuelva al punto de ebullición. Han regresado a escena las palabras afiladas, las diatribas incendiarias, las demasías acusatorias, los verbos y descalificativos arrojadizos. Y con todo eso, no lo negaré, actitudes policiales inaceptables. La consecuencia inmediata y descorazonadora: una piedra de toque que podía servir para demostrar que hay cuestiones a las que se hace frente más allá de las siglas y las banderías —y esta es una de manual— acaba haciendo que salte el cerrojo de la caja de truenos. ¿Cómo articular la “respuesta como pueblo” que se reclamaba en la primera hora de los registros y las detenciones, si acto seguido, el mismo portavoz que hacía el llamamiento sitúa fuera del tal pueblo a decenas de miles de personas? En las zahúrdas de Moncloa las risas resuenan. Divide y vencerás.
Ante una situación como la que describo caben, por lo menos, dos actitudes. La de carril, la facilona, la pavloviana, consiste en elegir trinchera y dejarse arrastrar por las inercias, las rencillas y las cuentas eternamente pendientes para convertir en enemigo a quien podría hacer compañía tras la misma pancarta. Tenemos gran experiencia en ello. Solo es cuestión de tirar de repertorio: hijoputa, pues anda que tú. La otra opción, muy pocas veces puesta en práctica (pero casi siempre con éxito), requiere hacer trabajar a la materia gris y, desde luego, refrigerar la mala sangre hasta ser capaces de responder a esta sencilla pregunta: ¿Es más lo que nos une o lo que nos separa? Según cuál sea la conclusión, así nos irá.