Ya no me gusta el fútbol

Pues con la tradicional pitada al himno español y el Alavés vendiendo cara su piel ante el todopoderoso Barça, se acabó lo que se daba en materia balompédica en nuestros pagos. Este año ni nos queda el entretenimiento de los playoffs de segunda B, esa lotería que casi nunca toca por aquí. Les aseguro que no lo voy a echar de menos. Si algo constato de fin de temporada en fin de temporada es que mi apego por el fútbol va cuesta abajo en la rodada. De hecho, empieza a ser un misterio para mi que no se produzca una desbandada general entre el respetable al que no dejan de faltarle al respeto.

¿Será también porque la afición lo permite? Diría que va por ahí, y no quisiera llegar al escalón superior, ese en que el hincha se convierte en cómplice. Cuando se compra sumisamente cada año la nueva camiseta a un precio mil veces por encima del de coste. O en el momento de tragar con el estrafalario baile de horarios y la no menos disparatada asignación de árbitros. O al perdonar, minimizar o incluso defender al ídolo local que fuera del campo tiene comportamientos deplorables.

Sí, también los que nos creemos diferentes. Qué indignación hirviente, qué rabia infinita, qué sentimiento de traición cuando uno de esos consentidos de la grada, que no es más que un profesional, acepta un cheque más gordo y cambia de colores. Menudo contraste con el momento en que se decide que el tipo en cuestión ha dejado de servir a la causa. Entonces, ahí se busque la vida, venga unos aplausos de trámite, cuatro elogios con sabor a pésame y una palmadita en la espalda. Diría Helenio Herrera que el fútbol es así. Pero no me gusta.

A propósito de Iker

Ni el Madrí ni la mayoría de sus mercenarios megamillonetis despiertan en mi la menor simpatía. Más bien al contrario: aunque va contra mis propias prédicas sobre la tolerancia y el buen rollo, deploro visceralmente casi todo lo que representa el merenguismo centralista obligatorio con que nos abucharan desayuno, comida, merienda y cena desde los medios del foro. Se salvan de mi inquina los miles de seguidores que lo son porque les sale del alma y algún verso suelto de la plantilla. Bueno, en este caso, se salvaban, porque las dos excepciones han sido convenientemente laminadas de un tiempo acá. Primero le dieron la patada a un señor llamado Carlo Ancelotti, y tras culminar una humillación modelo Merkel sobre Tsipras, se ha conseguido que Iker Casillas, objeto de estas líneas, huyera reptando por la puerta de atrás de la casa blanca.

A ver, entiéndanme. Me cuesta conmoverme ante las lágrimas de un tipo que tiene pasta para seis o siete vidas; ojalá fueran todas las desgracias como esa. Pero no puedo evitar sentir una puntita de solidaridad con el héroe pisoteado por los mismos que anteayer lo aclamaban. Este episodio es el retrato del Real Madrid en particular y del fútbol moderno en general. También, siento escribirlo, de nuestros equipos, supuestamente regidos por otras filosofías. Los afectos de las hinchadas son volátiles como el neón que ilumina los nombres de los ídolos. Las ovaciones a todo pulmón se tornan en crueles pitadas, y en el mismo viaje, la admiración eterna se vuelve frío desprecio, cuando no odio. Y para más recochineo, cuando anuncias que te vas, te ofrecen un homenaje.