Manda narices que tenga que ser un rey quien anuncie, a modo de arcángel del apocalipsis, que se acabó lo que se daba con el estado de bienestar. El de Holanda, para más señas, que atiende por el culebronesco nombre de Guillermo Alejandro y pertenece a la misma generación que el hijo de Juan Carlos, como les gusta subrayar a los lametobillos borbónicos. Emparentado por vía inguinal con la jerarquía que mató a saco durante la dictadura militar argentina. Después de haber hecho carrera en el papel cuché y los programas del colorín, el tipo recién coronado debutaba con picadores ante el parlamento de su país, el de los diques, los tulipanes, los bucólicos molinos de viento y los coffee shops. Y lo primero que suelta, a palo seco y sin anestesia, es que sus (¿malacostumbrados?) súbditos se van a tener que ir haciendo a la idea de que a las arcas públicas ya no les llega para pagarles educación, sanidad, pensiones y el resto de los vicios. Que se siente en el alma, pero que en lo sucesivo cada cual deberá ocuparse de su propio culo, como corresponde a “una sociedad participativa del siglo XXI”, que es como bautizó el gachó a la nueva era de tinieblas en que ha entrado la otrora próspera Europa. Eso sí, él y los de su sangre seguirán viviendo a todo tren porque las penurias no van con los residuos del pasado.
Me dirán que gasto en sulfuro y vitriolo inútilmente, que a fin de cuentas, este baldragas con cetro no pinta nada en el concierto europeo y que lo que diga no va a ninguna parte. La cosa es que de momento, su discurso sí ha ido a unos cuantos titulares más allá de su condominio. Por lo demás, el tal Guillermo Alejandro no ha dicho nada que no supiéramos o, mejor enunciado, que no temiéramos desde hace tiempo: la llamada crisis era la tarjeta de visita del modelo que se nos viene encima irremediablemente. El estado del bienestar quedará muy pronto para los libros de historia. QEPD.