A ver cómo les explico esta contradicción. Desde que se convocó, tenía claro que no secundaría la huelga de hoy. No había nada en ella que me resultara cercano. Ni mis intereses, pensando con el cerebro, ni mis apetencias, hablando con el corazón, encontraban reflejo en el paro. Como eso sonaba demasiado egoísta -”mis” y “mis”-, me pregunté si a alguien que no fuera yo mismo le serviría de algo mi humilde adhesión. Me pareció sinceramente que no, así que pasaré este miércoles trabajando. Y ahí viene la incoherencia: a pesar de ello, no me gustaría que esta jornada de lucha, pataleo, manifestación de la impotencia, o lo que sea, se saldase con un fracaso que haga frotarse las manos a quienes quieren al currela con la pata quebrada y la cabeza gacha en la cocina del tajo.
Me temo, como diría Chavela Vargas, que ni modo. Todo huele a que mañana ciertas portadas se reirán a carcajadas y los editoriales, que multiplicarán por ene “la violencia de los piquetes”, certificarán con algarabía la defunción de los sindicatos. Eso será hiriente, pero tal vez sea peor caer en la cuenta de que, consumada y consumida la huelga, ya no quedará mucho más que hacer para protestar. Vía libre para recortar sobre los recortes, para reformar sobre lo ya reformado. Cuando se apuesta a todo o nada, hay un riesgo cierto de que salga lo segundo.
Es tarde
¿Cuál era la opción? Sospecho que ninguna. Simplemente, era -es- demasiado tarde. Lo que un día tuvo cierto sentido que se llamara “clase obrera” hoy es un conglomerado heterogéneo de personas que apenas tienen en común su condición de asalariados. Por más voluntarismo que le echemos, no podemos poner tras la misma pancarta a una cajera de una gran superficie de venta de electrodomésticos que a duras penas araña novecientos euros al mes y a un empleado público que sólo por fichar tiene garantizadas catorce pagas de dos mil quinientos. Y más feo lo pintamos si, al protestar con razón por el ejemplo que he puesto, descubrimos que también hay trabajadores del sector público que no rascan los mil mensuales. La desigualdad era eso.
Nos hemos perdido en los genéricos, porque también cuando decimos “empresarios”, podemos referirnos a Amancio Ortega o a un matrimonio que tiene una degustación o una tienda de chuches y suda la misma tinta que cualquier soldador de La Naval para llegar a fin de mes y pagar a su único empleado. Las diferencias, me parece, son notables y a lo mejor empezar a verlas y asumirlas ayuda a plantear las necesarias luchas de otro modo.