Lo pésimo o lo peor

Los trabajadores de la ACB de Sestao tenían que elegir entre peste y cólera. Todos a la puñetera calle o, como graciosa alternativa, solo la mitad, mientras a los demás le caía una pedrea de dos fines de semana de faena al mes. Ganó por 16 votos la segunda opción, tan raquítica, que ni siquiera cabe considerarla mal menor.

Por si no fuera lo suficientemente humillante tener que haber apoyado esa miserable oferta de Bwana Mittal, la legión de castos y puros de costumbre lanzó sus encendidos dardos contra los traidores de la clase obrera que presuntamente habían mendigado migas para hoy y hambre para mañana. Como ya se estarán imaginando, buena parte de las bravatas venían tecleadas por individuos de 14 pagas al año de (como poco) a 3.000 leureles, con su mes o hasta dos meses y medio de vacaciones y toda la gama de pluses reglamentarios. Pena no poder verlos un día en tesitura tan sangrante como la de los currelas de la acería casi de juguete que hicieron con los restos de serie de Altos Hornos. Pero jamás cambiarán sus cómodos pijamas de tuitear por la piel de quienes tuvieron que votar con la soga al cuello.

Confieso mi sospecha de que la dolorosa decisión de la exigua mayoría de la plantilla será un sacrificio baldío. Tal y como está el patio, y más allá de las buenas palabras institucionales, la cosa huele a cierre total a leguas. Sin embargo, me siento incapaz de afear ni un ápice la conducta de las 143 personas que se jugaron su futuro metiendo en la urna la papeleta del sí. Mi respeto también para las 127 que se pronunciaron en contra y, por descontado, para las 12 que se abstuvieron.

El relato de Carmena

Probablemente, lo que cuenta (Santa) Manuela Carmena sobre la empresa de su marido sea cierto. Al primer bote, desde luego, suena a una de tantísimas desgraciadas historias que han ocurrido al calor —es decir, al frío polar— de las vacas flacas. La compañía número ene que después de haber ido viento en popa se da de morros con la realidad y cae en picado sin que los heroicos esfuerzos de sus propietarios logren impedirlo. Al final del final, la decisión más dolorosa, la que se trataba de evitar a toda costa: el despido de los trabajadores y las trabajadoras… de acuerdo con las condiciones que establece la legalidad vigente. En este caso, ¡ay!, la perversa reforma laboral del Partido Popular. Pero qué se le va a hacer. Como cantaba Gardel, contra el destino nadie la talla.

Queda por encajar en el relato lo de las contrataciones mercantiles en lugar de laborales, con lo mal vista que está tal práctica entre los que los guardianes de la ortodoxia que nos amenizan las mañanitas. Dejando ese detalle —y otra media docena— al margen, insisto en que estamos ante la narración verosímil y hasta humanamente comprensible de una fatalidad que las mejores intenciones no han podido evitar por más que se luchara con uñas y dientes.

Llama la atención, eso sí, lo poco que se parece la reacción indulgente y justificatoria a la que nos encontramos en casos prácticamente idénticos. Esta vez se han dado la vuelta los papeles. Allá donde suele haber un empresario sin alma que se quita de encima a los trabajadores como si fueran chinches, tenemos un bondadoso empleador y unos pérfidos currelas. Curioso, ¿no creen?

El modelo que no existió

Ahora que está moribundo o definitivamente cadáver, se escuchan elogios tardíos sobre el modelo vasco de relaciones laborales. Confieso que siempre tuve mis dudas acerca de la existencia de lo que se nombraba así. Hasta donde soy capaz de recordar, nunca nos han faltado conflictos de tronío que se resolvían o no de un modo bastante similar a como se hacía en cualquier otro lugar, es decir, tirando de cada extremo de la cuerda hasta conseguir que cediera la otra parte. Es probable que durante los años de bonanza los combates fueran menos crudos o, incluso, que del lado patronal se optara por no contender previa mirada a los balances en verde y hacer los cálculos pertinentes sobre el coste-beneficio de mantener la paz social. Incluso en esos casos de firma sin tirarse demasiados trastos a la cabeza, subyacía la confrontación pura y dura. Unos se quedaban con la sensación de haber hecho mayores concesiones de las que debían y en el otro flanco se barruntaba que los logros podrían haber sido mayores si se hubiera apretado un poquito más.

Hay teóricos que sostienen que este es el único paradigma posible para llevar el agua a cada molino. Desde luego, ha sido el más frecuente y quizá por eso mismo, el que da la impresión de resultar más sencillo de poner en práctica. La costumbre o la inercia han conducido sistemáticamente al enfrentamiento. A veces se ganaba, a veces no. Lo que no se ha querido ver es que esta forma de actuar prolongada en el tiempo ha polarizado las posturas hasta llevarlas a lo irreconciliable. La desconfianza mutua se ha multiplicado exponencialmente. Lo razonable o el bien común se hacen impensables en gran parte—por fortuna, no en todas— de las empresas vascas de hoy. Me temo que con el desequilibrio de fuerzas que ha supuesto la reforma laboral y la larga lista de cuentas pendientes andamos tarde para fundar ese modelo del que presumimos y que quizá jamás existió.

Hoy 29-S, ¿y mañana?

A ver cómo les explico esta contradicción. Desde que se convocó, tenía claro que no secundaría la huelga de hoy. No había nada en ella que me resultara cercano. Ni mis intereses, pensando con el cerebro, ni mis apetencias, hablando con el corazón, encontraban reflejo en el paro. Como eso sonaba demasiado egoísta -”mis” y “mis”-, me pregunté si a alguien que no fuera yo mismo le serviría de algo mi humilde adhesión. Me pareció sinceramente que no, así que pasaré este miércoles trabajando. Y ahí viene la incoherencia: a pesar de ello, no me gustaría que esta jornada de lucha, pataleo, manifestación de la impotencia, o lo que sea, se saldase con un fracaso que haga frotarse las manos a quienes quieren al currela con la pata quebrada y la cabeza gacha en la cocina del tajo.

Me temo, como diría Chavela Vargas, que ni modo. Todo huele a que mañana ciertas portadas se reirán a carcajadas y los editoriales, que multiplicarán por ene “la violencia de los piquetes”, certificarán con algarabía la defunción de los sindicatos. Eso será hiriente, pero tal vez sea peor caer en la cuenta de que, consumada y consumida la huelga, ya no quedará mucho más que hacer para protestar. Vía libre para recortar sobre los recortes, para reformar sobre lo ya reformado. Cuando se apuesta a todo o nada, hay un riesgo cierto de que salga lo segundo.

Es tarde

¿Cuál era la opción? Sospecho que ninguna. Simplemente, era -es- demasiado tarde. Lo que un día tuvo cierto sentido que se llamara “clase obrera” hoy es un conglomerado heterogéneo de personas que apenas tienen en común su condición de asalariados. Por más voluntarismo que le echemos, no podemos poner tras la misma pancarta a una cajera de una gran superficie de venta de electrodomésticos que a duras penas araña novecientos euros al mes y a un empleado público que sólo por fichar tiene garantizadas catorce pagas de dos mil quinientos. Y más feo lo pintamos si, al protestar con razón por el ejemplo que he puesto, descubrimos que también hay trabajadores del sector público que no rascan los mil mensuales. La desigualdad era eso.

Nos hemos perdido en los genéricos, porque también cuando decimos “empresarios”, podemos referirnos a Amancio Ortega o a un matrimonio que tiene una degustación o una tienda de chuches y suda la misma tinta que cualquier soldador de La Naval para llegar a fin de mes y pagar a su único empleado. Las diferencias, me parece, son notables y a lo mejor empezar a verlas y asumirlas ayuda a plantear las necesarias luchas de otro modo.