¿El fin del taxi?

Escucho que la huelga de taxistas ha sido un gran éxito. No lo pongo en duda. Desde luego, si el tal éxito se mide en seguimiento, capacidad para hacerse sentir y repercusión mediática, la afirmación resulta incontestable. Me temo, sin embargo, que si nos referimos a la posibilidad real de cambiar los hechos que han provocado la movilización, la apreciación no puede ser tan optimista. ¿Que ya está otra vez el cenizo que dice que las huelgas no sirven para nada? Les aseguro que no voy por ahí. Por supuesto que pueden servir, y hay un millón de pruebas de ello, bien es cierto que casi siempre en sectores muy determinados.

Lo que digo es que esta concreta de la que hablamos lo tiene verdaderamente difícil, puesto que enfrente no hay ningún interlocutor con la facultad de atender las reivindicaciones que se plantean. Porque esto no va de reducir licencias —algo que ya de por sí sería complicado de acometer para una administración que no prevaricase—, sino de un cambio social, quizá hasta histórico, imparable. Simplemente, el modelo de transporte de viajeros donde a los clientes les toca poco más que pagar y callar está agotado. De hecho, lo difícil de entender es que haya durado tanto.

Siendo humanamente comprensible la protesta de quienes salen perdiendo, no hay que esforzarse demasiado para hacerse una idea de por qué las diferentes alternativas al taxi tradicional han triunfado prácticamente según se han instalado. El precio es una parte, pero lo es en mayor medida la calidad del servicio. Cabe reclamar, por supuesto, igualdad de condiciones a la hora de competir. A partir de ahí, que gane el mejor.

Colau y la normalidad

Ada Colau reconoce que ha fracasado en su intento de evitar la huelga del metro de Barcelona. No solo eso. Por alguna razón que me abstendré de interpretar, hace públicos los sueldos de los trabajadores. 33.000 euros es la media, de la que tampoco diré ni pío. En la previa, la alcaldesa había solicitado la desconvocatoria del paro que, según su muy docto entender —algo sabe de reivindicaciones y protestas—, es una medida desproporcionada.

¿Y qué hacemos ahora con ella? ¿La arrumbamos de fascista explotadora de la clase obrera o nos liamos a zurriagazos con los señoritos operarios del suburbano que exigen por encima de sus posibilidades? Con lo fácil que sería, ¿verdad?, si el munícipe que pone pie en pared perteneciera a la casta fachuna de rigor. Ahí no cabría la menor duda de que la culpa correspondería en exclusiva a la perversa autoridad, brazo ejecutor del insaciable capital en su sádica carrera precarizadora y laminadora de derechos básicos. O así.

Quizá la enseñanza de todo esto sea, sin embargo, que no hay que venirse muy arriba con el lenguaje panfletero. Ocurre en más de un conflicto (y en más de diez) que las demandas, por justas que sean o lo parezcan, no se pueden satisfacer al cien por ciento. Si tras un número razonable de intentos se sigue en las mismas, suele proceder levantarse de la mesa y reconocer el fracaso, lo cual nos devuelve al principio de estas líneas, pues eso es exactamente lo que ha tenido que hacer, muy a su pesar, Ada Colau. Política real se llama el invento. Aunque descubrirlo y asumirlo supone perder barniz lírico, también es un síntoma de madurez y normalidad.

Margarito López

Siempre parece imposible que el huésped de Ajuria Enea supere sus récords sucesivos de canelismo político, pero lo hace sin despeinarse. Y esta vez, además, avisando de antemano para que la cantada tenga aun más eco, como si en el fondo disfrutara haciendo el pardillo en público. Con asesores así, quién necesita enemigos. El martes por la tarde las cejas enarcadas llegaron al techo de las redacciones al recibir una convocatoria en la que se informaba de que su excelencia coscojalera iba a dirigir un mensaje al mundo sobre su postura respecto al conflicto en el metro de Bilbao.

Más allá de la estupefacción ante lo que suponía pasarse por el arco del triunfo a su consejero y a la panda de ineptos que han convertido en un mal tren chuchú lo que fue un notable servicio público, los alucinados plumillas empezamos a cruzar apuestas por el disfraz que llevaría en la comparecencia. Dos o tres almas cándidas barruntaban que saldría de bombero conciliador. Los demás, que conocemos el paño, estábamos convencidos de que aparecería aviado de pirómano, con una tea y un bidón de gasolina en ristre.

Con López pensar mal y acertar es todo uno. Ahí que se plantó el faro de Portugalete a advertir a los malvados sindicalistas de que se les caería el pelo si por su culpa un solo ciudadano se quedara sin su talo, su txakoli o el calendario de la BBK el día de Santo Tomás, aberri eguna de la transversalidad. Para que luego se dude del vasquismo del PSE. Del socialismo, mejor no hablamos, con servicios mínimos del 95 por ciento y la amenaza de mandar a Lanbide a los levantiscos para que Gemma Zabaleta los remate con la mano izquierda.

Podrá contar a sus nietos que una mañana heroica fue como el campeón Pepe Blanco o la lideresa Esperanza Aguirre. O mejor, como el modelo de ambos en las escabechinas obreriles, Margaret Thatcher. Desde ayer Patxi es Margarito, caballero de latón, que a hierro no llega.

Una columna equivocada

Entre mis muchos defectos no está la soberbia. He atravesado los suficientes calendarios para tener la certeza de que a lo largo de mi vida he estado equivocado más veces de las que me gustaría recordar. De ahí nace una evidencia que tengo presente en todo lo que hago y, de modo particular, en lo que digo ante un micrófono o escribo para ser publicado: no es improbable que esté metiendo la pata… aunque aún no lo sepa. Actuando bajo ese principio, no me cuesta nada (dejémoslo en “casi nada”) reconocer mis errores y asumir que lo son, huyendo de la tentación del empecinamiento numantino. Por eso no tengo el menor empacho en poner aquí negro sobre blanco que mi columna del miércoles pasado, titulada “Huelga de bolis caídos”, fue una especie de menú-degustación de yerros de bulto inaceptables en un trabajo periodístico.

El resultado de tal cúmulo cantadas fue -el precio del pecado incluye el IVA de la penitencia- que no fui capaz de expresar ni de lejos lo que estaba en mi cabeza antes de sentarme ante el teclado. Y mira que era simple. Se trataba, ni más ni menos, de decir que anunciar que no se iban a poner multas (o que se iban a poner menos) no me parecía una forma adecuada de reivindicar los derechos de los agentes de la Ertzaintza. Ni siquiera dejé claro que tales derechos me parecen absolutamente legítimos, lo que, por ingeniería inversa, implicó que diera la impresión de todo lo contrario: que, como me apuntó alguien con bastante gracia en Facebook, me había tomado una pastilla de Rodolfina y por mi pluma estuviera escribiendo el espectro del de Ourense. Leyendo lo que garrapateé es innegable que se llega esa conclusión, qué bochorno.

Argumentación ausente

Para empeorarlo más, en lugar de argumentar mi discrepancia con la medida de presión, me pasé de frenada con los adjetivos, las metáforas y las cargas de profundidad. Fui innecesariamente hiriente y tiré de alusiones biliosas que estaban de más, de modo que los razonamientos hicieron mutis y sólo quedó a la vista una especie de anatema global del cuerpo. Eso me desasosiega especialmente, pues aunque los lectores saben que no suele faltar vitriolo en lo que escribo, me empeño en separar el grano de la paja y trato de evitar las odiosas y siempre inadmisibles generalizaciones.

Como atenuante, que no como justificación, sólo puedo alegar mi hipersensibilidad a cualquier cosa que tenga que ver con las carreteras, su seguridad y con lo que yo no dudo en llamar violencia vial. No faltarán momentos para hablar de ello. Espero que con más tino.

Huelga de bolis caídos

Cuatro multas de tráfico en Bizkaia en cinco días. Debe de tener algo de gracioso el dato, porque he visto a mucha gente comentarlo con jolgorio y alborozo, pero no acabo de captar el chiste. Por la misma falta de salero, supongo, tampoco veo nada digno de aplauso -ni siquiera de guiño cómplice- en lo que los sindicatos de la Ertzaintza venden como forma de presión en defensa de sus derechos y que no es sino un escaqueo, otro más, de sus funciones. Copiado de la Guadia Civil, por cierto, y que contiene un retrato muy preciso de lo que algunos agentes entienden por servicio a la ciudadanía que paga sus nada magras nóminas, absentismo de récord incluido. Como están de morros con el patrón, dejan el boli quieto, así pase por delante de sus narices un verraco haciendo eses a ciento sesenta. Allá cuidados si se cepilla a cualquier desventurado que vaya cumpliendo las normas. Daños colaterales de la protesta. Supongo que debemos entender que si algún día vuelven a estar a buenas con Ares, le contentarán empapelándonos por cada línea continua que rocemos.

Seguridad

Por muy rebotados que estén, si tienen los psicotécnicos actualizados, deberían saber que hay cosas con las que no se juega. La seguridad, que da sentido a su trabajo, es una de ellas. Esta medida populista tirando a populachera supone un caprichoso e innecesario aumento del riesgo en la circulación. Hago notar que esos cinco días en los que se han impuesto cuatro ridículas sanciones en todo el territorio vizcaíno incluyen las noches de un fin de semana de buen tiempo. Quien haya querido conducir con una papa de escándalo ha podido hacerlo porque los hombres y las mujeres de rojo, lo único que suele disuadir a más de un descerebrado de coger el coche sin estar en condiciones, andaban de oferta reivindicativa y no daban el alto. Gran sentido de la responsabilidad… y de la demagogia.

Sí, de la demagogia. Sin ruborizarse, los portavoces sindicales justifican la magnanimidad perdonamultas diciendo que es una forma de granjearse las simpatías de los ciudadanos hacia su causa. En román paladino, hacen la vista gorda a cambio de nuestro respaldo. Son conscientes del daño que hicieron las tesis del consejero del interior del gobierno vasco sobre el auténtico motivo de las movilizaciones: que los agentes se jubilen con el sueldo íntegro a los 55 años, entre otros privilegios con los que no puede ni soñar el resto de la clase trabajadora. ¿Es más fácil ir de hadas madrinas que aportar datos que desmientan a Ares? Tiene toda la pinta.

Huelga de balones caídos

Como ya he perdido todos los puntos de mi carné de progre y no sé dónde se dan las clases de resocialización, me atreveré a pronunciarme sobre la huelga (o similar) de futbolistas convocada para el próximo domingo. No estoy a favor ni en contra. Simplemente me da risa. De la floja e incontenible, además. Y como sentimiento anejo, me provoca también una divertida curiosidad. Ni me va ni me viene si acaban jugándose los partidos, porque hace como unos diez años que fui capaz de expulsar al forofo que se hospedaba en mi anatomía, pero sí me da una gotita de morbo saber en qué queda la mascarada. Que tenga que decidirlo la Audiencia Nacional, esa que yo creía que sólo estaba para las afrentas más gordas al presunto estado de derecho -con minúscula lo escribo, sí-, hace que la cosa resulte aun más entretenida.

Leo una y otra vez sin salir de mi asombro que la protesta de los gladiadores modernos se basa en la tremenda tropelía que supone hacerlos trabajar sin dejar que se recuperen de los excesos del cambio de año. En realidad, creo que apelan a lo entrañable y familiar de las fechas, y hasta blanden un convenio colectivo que recoge la demanda negro sobre blanco. Me pregunto si tendrán reconocidos también días moscosos para ir a los concesionarios a husmear haigas o para rodar los cargantes spots que suelen protagonizar.

Jornaleros de la gloria

Ya, lo de siempre, estoy cayendo en la demagogia barata al pintar a los obreros de la patada cual si todos fueran Cristiano Ronaldo. De sobra sé que no, pero ni de guasa me va a colar que me canten las mañanas diciendo que también hay mileuristas en las dos categorías profesionales, porque contestaré entonces con uno de sus latiguillos preferidos: el fútbol es así. Si esos a los que José María García llamaba jornaleros de la gloria tienen que rebelarse, será frente a los figurines que les centuplican la soldada. Tal vez no se han dado cuenta de que sin ellos como actores secundarios, las primadonnas balompédicas no tendrían forma de lucirse. Que les reclamen su trozo de la tarta.

El pintoresco director de deportes del Gobierno vasco, Patxi Mutiloa, le decía el otro día a Unai Larrea en estas páginas que la próxima burbuja que estallará será la del deporte profesional. Argumentaba, pienso que con tino, que no tenía ninguna lógica que un deportista de nivel medio bajo cobrase más de 120.000 euros al año. Nivel medio bajo, recalco. Ahí es donde la pelota -qué mejor símil- se detiene en el tejado de los aficionados que sostenemos y fomentamos esa realidad.

Proletarios de altos vuelos

Estas líneas comienzan donde terminaron las de mi última columna, excesivamente descarnada e inusualmente biliosa, según me han hecho ver muchos amables lectores. Agradezco las cariñosas reconvenciones y, por supuesto, estimo las opiniones discrepantes, pero un puente y decenas de lecturas después, mantengo de la cruz a la raya lo que escribí sobre los controladores aéreos. Ni una sola palabra de las toneladas que han vertido en su torrencial campaña autojustificativa me ha convencido. Y conste que no les tengo en cuenta expresiones pérez-revertianas como “no somos vuestros putos esclavos” o “nos exigís currar todos los putos días para tener vuestras putas vacaciones”, ni la burda patraña de que a algunos les habían puesto una pistola en la cabeza, luego desmentida entre balbuceos por sus portavoces oficiales y oficiosos.

Algo de propaganda sé, y no trago con esos potitos simplones. Tampoco, por supuesto, con los que nos ha ido suministrando el Gobierno español, disfrutando cual cochino en fangal de su papel de salvador de la ciudadanía. ¿Que me debía haber revuelto puño en alto contra la declaración de Estado de Alarma y el espolvoreo de tipos con uniforme en las torres de control aeroportuarias? ¡Venga ya! Vivo en un país en permanente y no promulgada excepcionalidad. Concejales de pueblos minúsculos con doble escolta, periódicos cerrados por autos judiciales de fantasía, golpes de madrugada en la puerta que no son del lechero, y hasta una ley que señala a quién se puede votar y a quién no. ¿Se me va a inflamar la vena democrática por un do de pecho autoritario para la galería? Nones.

De huelgas y razones

Ya estoy acostumbrado a no tener bando, y en esta chanfaina opté también por quedarme fuera de la marmita. No calculaba que acordarme de la calavera de un puñado de hidalgos agrupados en una cofradía corporativista que montan un pifostio monumental para mantener sus privilegios me alineaba con el Brigadier Blanco o el Mariscal Pérez Rubalcaba. Menos aún había previsto que en cierto imaginario neo-rojizo de postal unos señoritos que no distinguirían una reivindicación laboral de una onza de chocolate fueran designados como la moderna vanguardia del proletariado que pone en jaque al capital y, de propina, al Estado opresor.

Con ojos como platos tuve que leer panfletadas de parvulario como la que sostiene que “en toda huelga la razón la llevan siempre los huelguistas”. Ya, como en la de camioneros que acabó con el gobierno de Allende en Chile. En ese punto decidí dejar de discutir.