Rosell, ese ignorante

La patronal española elige a sus barandas en las ciénagas más hediondas. Desde su fundación, va para cuarenta años, ha tenido al frente a un vividor franquista travestido de liberal a la violeta, un falangista redomado que hasta el apellido lo tenía cavernícola, un jeta que ahora mismo está en el trullo por chorizo, y en la actualidad, como síntesis perfecta de todos ellos, al mediocre bocabuzón que atiende por Juan Rosell. Menuda puntería la de los cronistas de aluvión que cuando fue ungido capataz de capataces lo pintaron como un tipo laborioso y discreto que venía a modernizar la organización, a despolitizarla y a dotarla de rostro humano. De tres, cero patatero. Este es el minuto en que la CEOE sigue anclada en el medievo, funcionando al unísono con la gaviota azul (y de un rato a esta parte, con el chiquilín naranja), y practicando una sensibilidad que deja al mármol en natillas.

En que todo eso sea así se ha empleado a fondo este dequeísta compulsivo con conocimientos de Historia que no le darían ni para obtener el graduado escolar. ¿En qué tebeo habrá leído el muy zoquete que el trabajo “para toda la vida” era característico del siglo XIX? Si tuviera una idea mínima, no ya de la clase explotada sino de la suya, la explotadora, sabría que por estos pagos los contratos fijos empezaron a ser frecuentes bien pasada la segunda mitad del XX. Y, salvo casos contados como los del empleo público ganado por oposición, tardaron poco en convertirse en puramente nominales. Sobra, por lo tanto, su insultante amenaza. Ya hace mucho que los currelas son conscientes de que mañana pueden estar en la calle.

Colau y la normalidad

Ada Colau reconoce que ha fracasado en su intento de evitar la huelga del metro de Barcelona. No solo eso. Por alguna razón que me abstendré de interpretar, hace públicos los sueldos de los trabajadores. 33.000 euros es la media, de la que tampoco diré ni pío. En la previa, la alcaldesa había solicitado la desconvocatoria del paro que, según su muy docto entender —algo sabe de reivindicaciones y protestas—, es una medida desproporcionada.

¿Y qué hacemos ahora con ella? ¿La arrumbamos de fascista explotadora de la clase obrera o nos liamos a zurriagazos con los señoritos operarios del suburbano que exigen por encima de sus posibilidades? Con lo fácil que sería, ¿verdad?, si el munícipe que pone pie en pared perteneciera a la casta fachuna de rigor. Ahí no cabría la menor duda de que la culpa correspondería en exclusiva a la perversa autoridad, brazo ejecutor del insaciable capital en su sádica carrera precarizadora y laminadora de derechos básicos. O así.

Quizá la enseñanza de todo esto sea, sin embargo, que no hay que venirse muy arriba con el lenguaje panfletero. Ocurre en más de un conflicto (y en más de diez) que las demandas, por justas que sean o lo parezcan, no se pueden satisfacer al cien por ciento. Si tras un número razonable de intentos se sigue en las mismas, suele proceder levantarse de la mesa y reconocer el fracaso, lo cual nos devuelve al principio de estas líneas, pues eso es exactamente lo que ha tenido que hacer, muy a su pesar, Ada Colau. Política real se llama el invento. Aunque descubrirlo y asumirlo supone perder barniz lírico, también es un síntoma de madurez y normalidad.

Hijoputismo social

Fue hace ya unos días y ha habido por medio una petición de disculpas a la remanguillé, pero no consigo que se me pase el sulfuro provocado por [Enlace roto.], presidenta del Círculo de Empresarios e integrante de una familia de rancio abolengo que floreció especialmente en el franquismo. Esto último hace más hirientes sus babeos: una espécimen humanoide que le debe todo lo que es a la cuna en que la evacuaron tiene las santas pelotas de proclamar que los jóvenes sin formación no sirven para nada. Podrán decirme que [Enlace roto.], pero aparte de que no cuela, lo verdaderamente grave no está en la expresión concreta sino en la ponzoña general que late bajo un discurso que es, sin matices, el del hijoputismo social. A los que nacieron para martillo, viene a decirnos la tipeja, les caen del cielo los clavos y su única opción es joderse y bailar al ritmo de quien ha comprado a precio de ganga —ella propugna que sea aun menos— su fuerza de trabajo.

Bien saben quienes me leen de antiguo que no soy de los que divide el mundo en malvados e insaciables explotadores y cuitados explotados indefensos. Aunque de lo uno y de lo otro, haberlos, haylos, conozco la amplísima gama de grises entre ambos extremos y mi progresismo (o similar) no se resiente por no comulgar con la caricatura empresarial al uso. Echo en falta, eso sí, un desmarque rotundo cuando —y ocurre con harta frecuencia— uno de sus representes oficiales u oficiosos regüeldan una melonada lacerante como la de esta individua que tan bien hubiera lucido en las novelas de Dickens.

Made in Bangladesh

Unos cien, sobre doscientos, alrededor de trescientos, cerca de cuatrocientos. En Bangladesh los muertos se cuentan a ojo y se lamentan de oído con mantras, cantinelas y letanías que sirven igual para monzones, epidemias o, como ha sido el caso, establos para semiesclavos que se vienen abajo. Tiene su mérito que, pese a la frecuencia con que ocurre, seamos capaces de hacernos siempre de nuevas en la inevitable carrera de la denuncia indignada. Benditos compartimentos estancos de la conciencia, que nos permiten una suerte de compromiso intermitente sin riesgo de conflicto con nuestras actitudes contantes y sonantes.

Lo bueno de estas tragedias es que es tremendamente sencillo identificar a sus culpables, esos pérfidos emporios neocolonialistas que practican sin un temblor la explotación a miles de kilómetros. “¡Que se sepan sus nombres!”, clamamos con (efímera) rabia de fiscales justicieros, pasando por alto que podríamos instruir ese proceso tan solo echando una ojeada al contenido de nuestro armario. Pero, claro, nacimos angelicales e inocentes, con una absolución ad eternum válida para acciones u omisiones. ¿Cómo vamos a ser malos, si hay otros mucho más malos que nosotros, esos demonios que nos tientan con su chollos irresistibles colgados de perchas que son la versión moderna del Árbol del Conocimiento? ¿Quién va a ceder frente a unas deportivas de cien euros rebajadas a la mitad? Además, ¿no lo hace todo el mundo? ¿Qué garantías hay de que mi humilde frustración o mi abnegada renuncia vayan a servir para acabar con las desigualdades y las injusticias? Y así, hasta dos millones de preguntas dispensatorias que se resumen en una única idea: lo que falla es el sistema.

Luego, calzados y vestidos a la moda low o no tan low cost e impermeabilizados contra la incómoda sensación de complicidad, dictamos sentencia condenatoria mientras echamos el ojo a la próxima ganga made in Bangladesh.