Carromero, modelo PP

En las redes sociales y en las barras de los bares —que vienen a ser lo mismo, pero sin darse tanta importancia— se ha tomado mayormente a chirigota el serial protagonizado por el querubín gaviotil que atiende por Ángel Carromero. Reducido a Jaimito de ocasión, vuelan los chistes y las cargas de profundidad puñeteras. En las bromas más livianas se lo postula como próximo Director General de Tráfico. Dos o tres corcheas de humor negro por arriba, no faltan quienes lo proponen como chófer, entre otros, del rey, Rajoy o Esperanza Aguirre. ¿Mal gusto? Podría ser, pero ya que nadie sale damnificado más que imaginariamente, la impertinencia de estas chanzas macabras palidece frente a la brutal inmoralidad que rezuma cada ingrediente del caso.

Se pueden tener todas las prevenciones que se quieran respecto al funcionamiento de la justicia en Cuba (¡anda que la española es fina!), pero aunque los hechos hubieran tenido lugar en la Camboya de Pol Pot, la cuestión de base seguiría dando el mismo cante. ¿Quién narices le manda a este boy scout meterse a personaje de Le Carré o Graham Greene cuando sus facultades no le dan ni para un cameo en Mortadelo y Filemón? ¿Cómo tiene los bemoles de ponerse al volante de un coche cuando en su país ha perdido todos los puntos del carné de conducir, después de haber acumulado 42 multas por las que debe 3.700 euros?

Gran autorretrato se hace el Partido Popular al salir con toda la artillería diplomática y mediática a salvar el culo de la criatura. Allá les vayan dando a los 2.500 presos de nacionalidad española repartidos por el mundo, a este se lo traen en palmitas por la vía de urgencia. Luego, le apañan un tercer grado meteórico, conservándole su curro como asesor —tócate los pies— del ayuntamiento de Madrid. Por la vía de los hechos, el PP nos está diciendo que este patán, peligro público convicto y confeso, representa su modelo de juventud. Y le creemos.

Una columna equivocada

Entre mis muchos defectos no está la soberbia. He atravesado los suficientes calendarios para tener la certeza de que a lo largo de mi vida he estado equivocado más veces de las que me gustaría recordar. De ahí nace una evidencia que tengo presente en todo lo que hago y, de modo particular, en lo que digo ante un micrófono o escribo para ser publicado: no es improbable que esté metiendo la pata… aunque aún no lo sepa. Actuando bajo ese principio, no me cuesta nada (dejémoslo en “casi nada”) reconocer mis errores y asumir que lo son, huyendo de la tentación del empecinamiento numantino. Por eso no tengo el menor empacho en poner aquí negro sobre blanco que mi columna del miércoles pasado, titulada “Huelga de bolis caídos”, fue una especie de menú-degustación de yerros de bulto inaceptables en un trabajo periodístico.

El resultado de tal cúmulo cantadas fue -el precio del pecado incluye el IVA de la penitencia- que no fui capaz de expresar ni de lejos lo que estaba en mi cabeza antes de sentarme ante el teclado. Y mira que era simple. Se trataba, ni más ni menos, de decir que anunciar que no se iban a poner multas (o que se iban a poner menos) no me parecía una forma adecuada de reivindicar los derechos de los agentes de la Ertzaintza. Ni siquiera dejé claro que tales derechos me parecen absolutamente legítimos, lo que, por ingeniería inversa, implicó que diera la impresión de todo lo contrario: que, como me apuntó alguien con bastante gracia en Facebook, me había tomado una pastilla de Rodolfina y por mi pluma estuviera escribiendo el espectro del de Ourense. Leyendo lo que garrapateé es innegable que se llega esa conclusión, qué bochorno.

Argumentación ausente

Para empeorarlo más, en lugar de argumentar mi discrepancia con la medida de presión, me pasé de frenada con los adjetivos, las metáforas y las cargas de profundidad. Fui innecesariamente hiriente y tiré de alusiones biliosas que estaban de más, de modo que los razonamientos hicieron mutis y sólo quedó a la vista una especie de anatema global del cuerpo. Eso me desasosiega especialmente, pues aunque los lectores saben que no suele faltar vitriolo en lo que escribo, me empeño en separar el grano de la paja y trato de evitar las odiosas y siempre inadmisibles generalizaciones.

Como atenuante, que no como justificación, sólo puedo alegar mi hipersensibilidad a cualquier cosa que tenga que ver con las carreteras, su seguridad y con lo que yo no dudo en llamar violencia vial. No faltarán momentos para hablar de ello. Espero que con más tino.