Megahipocresía

En esto consiste la famosa brecha digital: medio mundo —redondeando— se tira de los pelos por el cierre de Megaupload y el otro medio ni sabe ni le importa a qué viene tanto pifostio. Pido disculpas, pues, a los segundos porque voy a marcarme unas líneas sobre lo que para ellos es un jeroglífico en sánscrito. Igualmente me excuso de antemano con los primeros, porque aunque yo también me he bajado lo mío y seguiré haciéndolo si tengo ocasión, no me siento víctima de ningún atropello intolerable. Me jode, como mucho, por los 20 euros que me pulí hace dos semanas —seré idiota— por una cuenta Premium para seis meses.
Por supuesto que me habría encantado que la caballería hubiera entrado con el mismo ímpetu en las sedes de las agencias de calificación o en los pisos francos de los especuladores financieros, que en términos comparativos han hecho bastante más daño que el seboso dueño del chiringo que acaban de cerrar. Sin embargo, por lo que he aprendido precisamente en algunas películas que me he descargado, tengo una idea aproximada de cómo funciona el invento. Simplemente, hay un tipo de delitos que se pueden practicar sin miedo a que te toquen un pelo y otros que, según el callo que pises, hacen que acabes con unas esposas.
Las mafias se rigen por el principio de jerarquía. El tipo este, por más multimillonario que sea, está en el extrarradio del organigrama. Cuando a los auténticos capos se les han hinchado las pelotas por la pasta que les hacía perder, han mandado al FBI —para secuaz vale cualquiera— a ponerle una cabeza de caballo en la cama. Esto va de gángsters de alta gama, no de libertad de expresión ni derechos fundamentales.
Todo mi respeto para quienes defienden con argumentos elaborados y sinceros la legitimidad del intercambio de archivos. Ninguno para los gurús que se hacen de oro propalando la especie de que, salvo ellos, los creadores tienen que trabajar por la puta cara.