Me gusta el Papa Francisco. Me gusta más que el cardenal Jorge Mario Begoglio. Y no me digan que ambos son la misma persona, que por más que habiten idéntico cuerpo, las diferencias entre uno y otro son como de los Apeninos a los Andes. O viceversa, no sé. Coincidirán, si quieren, lo campechano, el acento, el gusto por la parrapla o el carné de socio del San Lorenzo de Almagro. En las hemerotecas encontrarán, mientras no las borren o maquillen, las desemenjanzas. El arzobispo de Buenos Aires derrotaba, diga lo que diga ahora su alter ego, por la diestra. El actual jefe del estado Vaticano y pastor mayor de la grey católica juega en la otra banda. Cada vez más escorado, para dolor de muelas y zozobra de la oficialidad.
¿Cómo explicar tal transformación? Cabría contemplar la iluminación divina. Una revelación instantánea al entrar en contacto con el báculo de San Pedro, por ejemplo. Si nos ponemos conspiranoicos, podemos barajar que se trate de un maestro del entrismo, al estilo de los que que el comité central del PCE infiltraba en el Sindicato Vertical. Me parece, sin embargo, más verosímil la hipótesis del personaje impelido a cumplir el destino que otros le señalan. Conforme se meten en el guión, más se gustan a sí mismos y acaban convencidos de haber venido al mundo para cambiar lo inmutable.
Y en el viaje, para pasar a la Historia, que se escribe en ocasiones así. Fíjense en Gorbachov, un oscuro burócrata del PCUS que no había dado el menor disgusto al Soviet Supremo en su vida, hasta que se enteró por los periódicos de que era el encargado de dar el finiquito al socialismo real. O más cerca, el falangista de carrera Adolfo Suárez, que se creyó tanto su papel de paladín aperturista, que los mismos que lo pusieron tuvieron que quitárselo de encima. Tal vez a Francisco le aguarde un fin parecido. Pero mientras le llega, está abriendo muchas ventanas. Por eso les decía que me gusta.