Brillante y certero, como en él es marca de la casa, el teólogo Jon Sobrino ha levantado el dedo para denunciar que el poder eclesiástico ha traicionado a Jesús. Si la curia oficial tiene un rato libre, se hará la ofendida y regañará a la oveja descarriada por su atrevimiento, pero, seguros de su báculo, los purpurados con mando en plaza no perderán un minuto de sueño por las palabras del eterno disidente portugalujo. De hecho, es más que probable que la andanada no fuera dirigida a ellos sino, por paradójico que parezca, a quienes tienen exactamente la misma convicción pero no acaban de atreverse a dar un paso al frente.
“Se ha acabado el tiempo de los silencios. Son tiempos de testimonio, de compromiso”, recalcaba el mensaje suscrito en el último encuentro de la asociación de teólogos progresistas Juan XXIII por los que comparten con Sobrino el ideal de una Iglesia a pie de obra. Hay algo de S.O.S. (acrónimo de “Salvad Nuestras Almas”, por cierto) en esa declaración. Como en todo texto redactado por estudiosos de la fe, caben mil interpretaciones, pero una de las más verosímiles es que se estuviera llamando a la rebelión. No a la de pensamiento, sino a la de obra.
Miedo a salir del rebaño
Ya sería hora de que fuera así. Los que estamos en el córner del catolicismo -y no digamos ya los que se sitúan definitivamente fuera- no acabamos de entender la capacidad de tragar quina de quienes son tan Iglesia como la cohorte vaticana y extravaticana que marca la doctrina pata negra. Quien pone el grito en el cielo (lo siento, todas las metáforas se me van por ahí) ante tal mansedumbre, recibe por toda explicación que estamos hablando de una institución bimilenaria donde las cosas no cambian de un día otro.
Dada la naturaleza -o sea, la no naturaleza- de la fe, es comprensible el terror al vacío, incluso el sentimiento de culpa que puede atormentar a quien se debate entre dar o no un paso adelante o un puñetazo en la mesa. No tiene que ser fácil encontrarse de pronto en una vida en la que las respuestas no están en el libro mágico. Tampoco aceptar que la decisión que se tomó tal vez hace veinte o treinta años guiada por algo inmaterial llamado “vocación” pudo haber sido un error. Y aún así, hay quien lo hace. Entre nosotros, Joxe Arregi ha sido el último caso notable. Con todo el dolor de su corazón y un coste personal inmenso, ha optado por colgar los hábitos y el sacerdocio franciscano. Es curioso que, al obrar así, ha hecho algo tan cristiano como predicar con ejemplo. Munilla teme que cunda.