Menuda hartura de Kennedy, oigan. Sí, fue la semana pasada, pero a mi todavía me dura la indigestión del atracón de monográficos, programaciones especiales y piezas de aliño para ir espolvoreando en los telediarios. Que no se conformaron con el día D. Todo el mes dando la brasa con la gran efeméride ilustrada una y otra vez con las mismas imágenes —llegué a esperar que en alguna de las tomas se salvara— y la misma prosopopeya de copia-pega. El gran líder del siglo XX, el hombre que cambió América y el mundo, la figura que marcó una era, el recopón de la baraja y no sé cuántos excesos hagiográficos más. Al asistir a la orgía laudatoria, yo pensaba en un célebre personaje de Getxo —lamento no recordar el nombre— que cuando le vino uno de su cuadrilla de txikiteros con la noticia, todo lo que hizo fue encogerse de hombros y preguntar: “¿Y a mi qué me importa? ¿Qué ha hecho Kennedy por Algorta?”.
Ni por Algorta ni por (casi) ningún sitio. Su mayor aportación, y sin pretenderlo, ha sido al cine, a la literatura y a la prensa popular. A riesgo de ser asaeteado como el día que me atreví a soltarle un par de yoyas a Sartre, afirmo que de su presunto legado, me quedo con una docena de pelis, series de TV, novelas y ensayos que lo toman como excusa. Y para los ratos de pereza intelectual, con las historias morbosas que lo atañen a él o a su familia, imán para las desgracias más truculentas… y fotogénicas. Por lo demás, la única bondad que le encuentro es que Nixon era peor, y hasta eso sirve de poco, porque unos años después, el grandísimo sádico mentiroso acabó mangoneando Estados Unidos y el planeta desde el despacho oval.
Tampoco me sulfuro de más. Estas líneas son una descarga menor y una reflexión ínfima sobre cómo se escribe la Historia. Un tipo de bragueta suelta que conquistó el poder gracias a la Mafia es propuesto como el gran modelo a imitar por las generaciones futuras. Sintomático.