De Génova a Sicilia

Tres hurras por el guionista del psicodrama. O cuatro, qué narices, porque lo de atizar el acuerdo presupuestario —¡Gol en la Condomina!— en medio de la polvareda cifuentil ha sido el remate pintiparado a la trama lisérgica de un día para la histeria, que no para la Historia. La pena, en lo que me toca, es que atrasa la columna de rigor, esa en la que explicaré una vez más lo que va de predicar a dar trigo o la diferencia entre cazar pancartas y llevar al BOE un poquito de lo que se pide con toda justicia en la calle. Déjenme que presuma de haber avanzado en mi última homilía algo de lo que ocurrió.

Y ya que nos ponemos, dado que tantas otras veces mis vaticinios han devenido en vergonzosos fiascos, anotaré también que en estas mismas líneas publiqué un epitafio a cuenta de la hasta hace nada gran esperanza blanca del PP. Es verdad que en este caso, el mérito era tirando a justo, porque la mengana olía a fiambre a millas, pero que hablen ahora los que porfiaban contra toda evidencia que la individua llegaría a agotar la legislatura.

Sí reconozco humildemente que lo último que me imaginaba es que la puntilla sería un bochornoso vídeo de la doña afanando unos potingues en un Eroski de Vallecas hace siete años. Con zapatos de Prada, como describió la dependienta que le echó el ojo. El primer aprendizaje es que un choriceo menor es más eficaz para acabar con una carrera política que una rapiña multimillonaria. El segundo y más importante es comprobar que si la izquierda es cainita, como decíamos ante el enredo bobo de Podemos en Madrid, la derecha española es directamente corleonesca. Capisci, Cristina?

Lavapiés blues (2)

Vuelvo a Lavapiés. Incluso aunque la barredora informativa haya mandado la noticia al quinto pino de la actualidad (o al cuarto, por lo menos) en apenas tres días, creo que lo que ha ocurrido en el castizo barrio madrileño es un compendio de muchas de las cuestiones más candentes ahora mismo. En el primer texto me ocupé especialmente de los bulos, los contrabulos, las Fake News, la Posverdad o como quieran ustedes llamar a las mentiras lanzadas para intoxicar que ya conocían las primeras civilizaciones de las que tenemos constancia. Da para tesis del asunto el desparpajo de quienes siguen insistiendo en la versión embustera sobre la muerte del mantero por encima de todaa evidencia. Puede que el ciudadano fallecido participara en alguna persecución, pero no en el desgraciado momento en que se desplomó sobre el asfalto.

Otro punto de abordaje es la inmensa muestra de hipocresía. Como ya anoté, la falsedad sirvió de coartada para unos tremendos actos de vandalismo contra bienes de personas que tienen lo justo para vivir, si es que llegan. Ni una palabra de condena ni de solidaridad de los denunciadores compulsivos de injusticias y primerafilistas de cualquier buena causa. Y ya que los menciono, abundando en la caradura de estos ventajistas, les animo a ir un paso más allá de su martingala favorita. Al señalamiento del capitalismo culpable debería seguir la denuncia de las tramas mafiosas que trafican con seres humanos, se adueñan de ellos, los distribuyen por actividades según su voluntad y les obligan a suministrarse en exclusiva de productos fabricados mediante trabajo esclavo. A que no hay…

Manos sucias

Bueno, sí, presunción de inocencia y todo eso. Pero dos más dos tienden a ser cuatro, y que vaya dando un paso al frente quien se haya sorprendido al ver en la crónica marrón de las últimas horas a Ausbanc y Manos Limpias, o Manos Limpias y Ausbanc, que tanto monta. Si hay algo raro es que este par de mutualidades de lo turbio hayan tardado tanto en merecer atención policial, cuando sus métodos corleonescos cantaban a leguas. Ya salió y se tapó que los barandas de ambos truños, Luis Pineda y Miguel Bernad, eran ultraderechistas de los de cadenón en astillero. Tampoco se le dio mucho aire a la investigación de la Audiencia Nacional sobre el millón de euros que cobró Pineda de Fórum y Afinsa antes de hacer el paripé como acusación popular de los estafados por los chiringuitos filatélicos.

Esta vez —a ver si es la buena— la UDEF tiene indicios, parece que abundantes, de extorsiones a diversas compañías a cambio de retirar querellas presentadas con anterioridad o, simplemente, bajo la amenaza de iniciar una campaña de desprestigio si no apoquinaban publicidad a precio de oro en la revista del entramado. Era un secreto a voces, pero todo el mundo, empezando por una parte de mi oficio, miraba para otro lado. Es más, el dúo de caraduras gozaban de gran predicamento mediático, y raro era el día que no te los encontrabas en este plató o en aquel programa de radio ejerciendo de supuestos paladines contra el mal con su labia de charlatanes de feria. Pero no se quedaban en esa golfería de andar por casa. Lo grave y ya irreparable ha sido el desfalco consentido que Manos Limpias le ha hecho a la convivencia.

A vueltas con Kennedy

Menuda hartura de Kennedy, oigan. Sí, fue la semana pasada, pero a mi todavía me dura la indigestión del atracón de monográficos, programaciones especiales y piezas de aliño para ir espolvoreando en los telediarios. Que no se conformaron con el día D. Todo el mes dando la brasa con la gran efeméride ilustrada una y otra vez con las mismas imágenes —llegué a esperar que en alguna de las tomas se salvara— y la misma prosopopeya de copia-pega. El gran líder del siglo XX, el hombre que cambió América y el mundo, la figura que marcó una era, el recopón de la baraja y no sé cuántos excesos hagiográficos más. Al asistir a la orgía laudatoria, yo pensaba en un célebre personaje de Getxo —lamento no recordar el nombre— que cuando le vino uno de su cuadrilla de txikiteros con la noticia, todo lo que hizo fue encogerse de hombros y preguntar: “¿Y a mi qué me importa? ¿Qué ha hecho Kennedy por Algorta?”.

Ni por Algorta ni por (casi) ningún sitio. Su mayor aportación, y sin pretenderlo, ha sido al cine, a la literatura y a la prensa popular. A riesgo de ser asaeteado como el día que me atreví a soltarle un par de yoyas a Sartre, afirmo que de su presunto legado, me quedo con una docena de pelis, series de TV, novelas y ensayos que lo toman como excusa. Y para los ratos de pereza intelectual, con las historias morbosas que lo atañen a él o a su familia, imán para las desgracias más truculentas… y fotogénicas. Por lo demás, la única bondad que le encuentro es que Nixon era peor, y hasta eso sirve de poco, porque unos años después, el grandísimo sádico mentiroso acabó mangoneando Estados Unidos y el planeta desde el despacho oval.

Tampoco me sulfuro de más. Estas líneas son una descarga menor y una reflexión ínfima sobre cómo se escribe la Historia. Un tipo de bragueta suelta que conquistó el poder gracias a la Mafia es propuesto como el gran modelo a imitar por las generaciones futuras. Sintomático.

Nos gustan los malos

Ha muerto —bastante antes de lo que biológicamente se diría que le tocaba— James Gandolfini. Sin embargo, el luto no es por el notable actor, sino por su personaje, Tony Soprano. Un mafioso. Simpático a ratos, con algún que otro problema de conciencia y de estrés laboral, un padrazo en el fondo… pero también, es decir, sobre todo, un asesino. De los que no se andan con chiquitas. Son negocios, pum, pum, pasemos al siguiente asunto, a ver si llego a casa a tiempo de ver el basket. Un restaurante que salta por los aires, cuatro mangutas que acaban dando de comer a los peces, un pringao hecho puré a batazo limpio. Y los espectadores, que cuando van de paisano endilgan al primero que pasa profundas teóricas sobre la educación en valores y despotrican porque la gente no usa las papeleras, haciendo la ola en la butaca. Qué cosa es la empatía catódica, oigan, que un rato estás echando la lagrimita por los niños esclavos de Bangladesh y al siguiente, integrando el club de fans de un criminal.

¿Y estas tribulaciones, señor columnista? Qué sé yo, que ha terminado afectándome el secuestro del anticiclón de las Azores o que por una vez he mandado al tinte a los malosos de carril de los que escribo a diario. El caso es que al ver los lamentos de los deudos virtuales de Soprano —más que de Gandolfini, insisto—, me ha dado por pensar en la poderosa atracción que ejercen sobre nosotros los hijoputas de la ficción.

Como me decía, desbarrando sobre la cuestión en Twitter, mi querido colega Alberto Moyano, hoy el Michael Landon (o sea, Ingalls) de La casa de la pradera nos provocaría un shock hiperglucémico. Los que nos ponen son los indeseables de Mad men, el pedazo cabrón de House, un gañán amoral como Homer Simpson o —¡glups!— los polis de cualquier serie que se pasan por la sobaquera los derechos de los detenidos y los inflan a mandobles. ¿Deberíamos hacérnoslo mirar o es lo más normal del mundo?