Mi gurú me tima

Pido perdón por llegar al humo de las velas y cuando probablemente ya se ha dicho todo sobre el falso documental —o lo que fuera— con que Jordi Évole hizo morder el polvo a millones de espectadores el pasado domingo. Soy incapaz de resistirme a meter la cuchara en tan suculenta e ilustrativa polémica. Creo que es justo anotar de saque que el solo hecho de que el programa haya levantado semejante polvareda es la prueba irrefutable de su éxito, incluso más allá de la espectacular audiencia que cosechó. Habrá que dar tiempo al tiempo, pero no me extrañaría que dentro de equis se recuerde Operación Palace como hoy evocamos La cabina de Mercero o algunos capítulos de ¿Es usted el asesino? de Ibáñez Menta. Y será cosa de comprobar también cuántas de las trolas sobre el 23-F que se colaron en el espacio se dan por buenas.

Sostienen los enfurruñados críticos que es precisamente ahí, en la difusión de falacias que un día pueden ser tenidas por verdades, donde reside lo intolerable de la emisión de la crónica fulera del Tejerazo. Se comprende la prevención, pero me parecen mucho más graves las fantasías animadas de las versiones oficiales, que ni siquiera incluían un epílogo aclarando que todo era bola. ¿Qué más da que se líe un poco más la madeja?

No es la discusión ética la que más me interesa en este caso. Lo que le aplaudo a Évole, del que no soy fan ni de lejos, es que haya demostrado a sus propios parroquianos lo relativamente fácil que es que se la metan doblada. Sobre todo, si están dispuestos a creerse cualquier cosa que les plante ante los ojos su gurú catódico. Diría que esa es la lección.

Nos gustan los malos

Ha muerto —bastante antes de lo que biológicamente se diría que le tocaba— James Gandolfini. Sin embargo, el luto no es por el notable actor, sino por su personaje, Tony Soprano. Un mafioso. Simpático a ratos, con algún que otro problema de conciencia y de estrés laboral, un padrazo en el fondo… pero también, es decir, sobre todo, un asesino. De los que no se andan con chiquitas. Son negocios, pum, pum, pasemos al siguiente asunto, a ver si llego a casa a tiempo de ver el basket. Un restaurante que salta por los aires, cuatro mangutas que acaban dando de comer a los peces, un pringao hecho puré a batazo limpio. Y los espectadores, que cuando van de paisano endilgan al primero que pasa profundas teóricas sobre la educación en valores y despotrican porque la gente no usa las papeleras, haciendo la ola en la butaca. Qué cosa es la empatía catódica, oigan, que un rato estás echando la lagrimita por los niños esclavos de Bangladesh y al siguiente, integrando el club de fans de un criminal.

¿Y estas tribulaciones, señor columnista? Qué sé yo, que ha terminado afectándome el secuestro del anticiclón de las Azores o que por una vez he mandado al tinte a los malosos de carril de los que escribo a diario. El caso es que al ver los lamentos de los deudos virtuales de Soprano —más que de Gandolfini, insisto—, me ha dado por pensar en la poderosa atracción que ejercen sobre nosotros los hijoputas de la ficción.

Como me decía, desbarrando sobre la cuestión en Twitter, mi querido colega Alberto Moyano, hoy el Michael Landon (o sea, Ingalls) de La casa de la pradera nos provocaría un shock hiperglucémico. Los que nos ponen son los indeseables de Mad men, el pedazo cabrón de House, un gañán amoral como Homer Simpson o —¡glups!— los polis de cualquier serie que se pasan por la sobaquera los derechos de los detenidos y los inflan a mandobles. ¿Deberíamos hacérnoslo mirar o es lo más normal del mundo?