¿Salvar qué democracia?

A cuenta de los cuatro decenios del 23-F, llevamos varios días echándonos las manos a la cabeza porque los jóvenes —ojo, que hablamos de los que tienen de cuarenta para abajo— no saben quiénes fueron el golpista Tejero, el héroe tardío Adolfo Suárez y no digamos ya el (como poco) oscuro Santiago Carrillo. Y sí, no digo yo que no vendría bien una gotita de barniz cultural para desasnar a las nuevas y no tan nuevas generaciones que pasan un kilo y pico de la sacrosanta y falsaria Transición española. Tanto o más me duele, fíjense ustedes, que a los de treinta y casi cincuenta tacos les resulten desconocidos los nombres de José Barrionuevo, José Luis Corcuera, Rafael Vera, José Amedo Fouce o del reciente finado por coronavirus que atendía por Enrique Rodríguez Galindo, conde Drácula de Intxaurrondo.

Claro que lo que verdaderamente me hiere es la desmemoria respecto a las víctimas de los recién citados. Hablo de Mikel Zabalza, muerto en el potro de tortura benemérito, o de Joxi Zabala y Joxean Lasa, que además de haber corrido el mismo infortunio que el anterior, tuvieron que cavar su propia tumba, como acabamos de saber. O de Joxe Arregi, también asesinado a manos de sus torturadores apenas diez días antes de que el hoy celebrado rey emérito salvara lo que aún tienen el cuajo de llamar democracia.

23-F, operación limpieza

En medio de mis cambios personales y profesionales, prácticamente se me ha venido encima otro aniversario del 23-F. ¿Otro? En realidad, uno con los toques particulares que marcan las efemérides redondas. Oigan, que son ya 40 años, y seguimos en la inopia más absoluta de lo que pasó antes, durante y después de las chuscas imágenes del bigotón del tricornio pistola en mano en el Congreso de los Diputados. Diría, incluso, que con el transcurso de estos cuatro decenios hemos ido avanzando en el desconocimiento de los hechos a base de mezclar intentos serios de documentación con las más peregrinas teorías de la conspiración. Claro que lo peor es que a quienes tienen menos años que los sucesos todo aquello les importa una higa. Supongo que esa era y sigue siendo la idea: mejor correr un tupido velo.

No les niego, en todo caso, que del presente aniversario sí me está resultando golosamente llamativo el intento indisimulado de aprovechar el viaje para quitarle emérito el manto de roña que se le ha ido pegando al trascender sus pufos diversos. Allá al fondo a la derecha, pero también un poco más acá, hacia el tibio centro-izquierda, comienza a venderse la especie de que hay que ser indulgente con los mangoneos del turista de Abu Dabi porque hace 40 años salvó la democracia española. Esperemos que no cuele.

Pablo y el benemérito

La conmemoración del 23-F hace ya tiempo que es la continuación del propio golpe de estado por otros medios. Cada aniversario desde el primero, y con especial ahínco en los redondos, el personal se lanza al desbarre, la hipérbole, la memoria desmemoriada, el concurso de odas y topicazos, la impostura de toda la vida que ahora llaman postureo y, como novedad reciente, esos ejercicios de onanismo sin matices que decimos selfies.

A esta última modalidad pertenece la milonga que más me ha enternecido en esta edición de los juegos florales del tejerazo. Su autor no podría ser otro que quien ha hecho de la gallarda pública una de las bellas artes. Van a apuntar, lo sé, que es fijación, pero como diría aquel que le echó un par de narices en la tarde-noche de autos, puedo prometer y prometo que el tuit de Pablo —rebautizado Pueblo por un pérfido concejal donostiarra a quien no delataré— Iglesias convierte en prescindible todo lo que podamos farfullar los demás en torno a la efeméride de marras.

El prodigio comunicativo consta de dos imágenes y un texto. Las instantáneas muestran al susodicho —cómo no— en compañía de otro individuo. En ambas señalan con espontaneidad manifiestamente mejorable los puntos del Congreso de los Diputados donde se conservan, cual si fueran el brazo incorrupto de Santa Teresa, los impactos de bala que dejó la picoletada insurrecta. Como coralario, la emocionante leyenda que copio y pego para su solaz: “Hace 35 años un guardia civil entró aquí con pistola en mano; ahora otro lo hace de la mano de la gente”. No me lo digan. Se les ha puesto un nudo en la garganta. Y a quién no.

Militar, por supuesto

Qué pena por las crónicas del colorín, que no podrán decir que su nueva majestad vestía un sobrio pero elegante traje gris marengo el día de su coronación. De entre su amplio guardarropía, el sucesor del sucesor del bajito de Ferrol escogió (o le escogieron) las galas de milico, que le sientan de pelotas a un tío con tan buena planta, sí, pero que sobre todo cantan la gallina sobre de qué va esta vaina de la monarquía parlamentaria. En última y primera instancia, el rey, o sea, el jefe del Estado, es un soldado y su mando en plaza lo es porque es el capitán general de todos los ejércitos. Como ironizaba la otra noche en Gabon de Onda Vasca el historiador Luis de Guezala, se ha cumplido el anuncio del golpista y torturador capitán Muñecas el día que acompañó a Tejero a secuestrar el Congreso: “Estense tranquilos, que enseguida vendrá la autoridad competente, militar, por supuesto, a determinar qué es lo que va a ocurrir”.

Pues ahí llegó, 33 años después, el que entonces era un crío que ya jugaba con un cetme hecho a medida, a ponerse al frente de la unidad de destino en lo universal. Vale, no exagero, lo último no lo dijo, pero lo otro lo silabeó: “Quiero reafirmar, como rey, mi fe en la unidad de España”. Vino luego, cierto, el disimulo con lenguaje de la Sección de Coros y Danzas, mentando la rica variedad regional y hasta citando a Aresti, que menudo revolcón tuvo que llevarse en su tumba, él, que ni quería que pusieran su nombre a una calle.

Aplaudieron a rabiar todos menos dos a los que unos atizan por haber acudido y otros por el intolerable desprecio. Y al terminar, un desfile, claro.

Golpista, pero poco

Exageraba un tanto cuando el otro día les contaba que en el bestseller de moda el rey quedaba retratado como un golpista del carajo de la vela. Me dejé engañar por el dominio de las artes promocionales de su autora, devota dama cuya membresía de la Obra de San Josemaría no le impide faltar al octavo mandamiento cada vez que habla o teclea. Por algo ya en su lejana mocedad, los colegas del gremio plumífero le customizaron el apellido para dejárselo en Suburbano, en consonancia con su afición a la espeleología deontológica y las fantasías animadas de las que ha hecho santo, seña y pingüe medio de vida. Una vez puesto el mamotreto en la calle al rumboso precio de 25 leureles y tras conseguir, según lo previsto, que entraran al trapo como Miuras Zarzuela, el huérfano corto de luces de Suárez y algún que otro Cebrián, la tribulete numeraria ha aguado el recio licor inicial.

En la segunda tanda de entrevistas de propaganda, Juan Carlos pasa de sedicioso mayor de su propio reino a conspirador accidental y, de propina, bienintencionado. Deseando lo mejor para sus súbditos, se puso a jugar a los espadones con lo más bruto de la milicia de la época y, a lo tonto, a lo tonto, se vio metido en un jariguay que estuvo a un pelo de acabar en baño de sangre. Pero como es de sabios y de Borbones rectificar, después de ocho horas de carnavalada caqui y verde oliva, el pirómano se vistió las galas de bombero, o sea las de Capitán General de todos los ejércitos, y mandó parar la fiesta. Vamos, que fue golpista pero solo un poco, apenas la puntita. Una versión más asumible que la anterior… pero que no cuela.

Un rey golpista

Por lo visto, ya nos van considerando lo suficientemente maduros para dispensarnos una parte de la verdad sobre el 23-F. Con el cuerpo aún caliente de uno de los que no solo lo sabía todo sino que lo padeció en sus ambiciosas carnes, esta semana aparecerá un libro en el que Juan Carlos de Borbón queda retratado como un golpista de tomo y lomo. Se me dirá, con razón, que eso está contado y requetecontado en un sinfín de títulos de la torrencial literatura sobre la asonada de febrero de 1981. La diferencia, para algunos sustancial, reside en que esta vez el tocho —990 páginas de vellón— lo firma una de las cronistas de cámara del personaje coronado, su familia y su época, es decir, la sacrosanta (y falaz) Transición española. Quien dice cronista dice testigo o incluso protagonista de primera mano de muchos de los hechos narrados, tanto en esta obra como en el resto de su bibliografía. Se sorprende uno de la capacidad de la mujer para estar siempre en los meollos y para que no la larguen de ahí a patadas los que saben que acabará piando, siquiera, un par de inconveniencias.

Les resumo la idea principal del seguro bestseller: una vez comprobado que Suárez se había desmandado, Juan Carlos se montó al carro de un golpe de estado —en realidad, varios en uno— que acabó implicando al ejército, la patronal, la iglesia, los partidos de la oposición (AP y ¡PSOE!) y la mitad de la propia UCD. No fue un hacer la vista gorda, no; se metió hasta las trancas en el operativo, que no se detuvo ni ante la dimisión del que era su objetivo. Y luego pasó a la Historia como el que abortó el golpe… que dio él mismo.

Mi gurú me tima

Pido perdón por llegar al humo de las velas y cuando probablemente ya se ha dicho todo sobre el falso documental —o lo que fuera— con que Jordi Évole hizo morder el polvo a millones de espectadores el pasado domingo. Soy incapaz de resistirme a meter la cuchara en tan suculenta e ilustrativa polémica. Creo que es justo anotar de saque que el solo hecho de que el programa haya levantado semejante polvareda es la prueba irrefutable de su éxito, incluso más allá de la espectacular audiencia que cosechó. Habrá que dar tiempo al tiempo, pero no me extrañaría que dentro de equis se recuerde Operación Palace como hoy evocamos La cabina de Mercero o algunos capítulos de ¿Es usted el asesino? de Ibáñez Menta. Y será cosa de comprobar también cuántas de las trolas sobre el 23-F que se colaron en el espacio se dan por buenas.

Sostienen los enfurruñados críticos que es precisamente ahí, en la difusión de falacias que un día pueden ser tenidas por verdades, donde reside lo intolerable de la emisión de la crónica fulera del Tejerazo. Se comprende la prevención, pero me parecen mucho más graves las fantasías animadas de las versiones oficiales, que ni siquiera incluían un epílogo aclarando que todo era bola. ¿Qué más da que se líe un poco más la madeja?

No es la discusión ética la que más me interesa en este caso. Lo que le aplaudo a Évole, del que no soy fan ni de lejos, es que haya demostrado a sus propios parroquianos lo relativamente fácil que es que se la metan doblada. Sobre todo, si están dispuestos a creerse cualquier cosa que les plante ante los ojos su gurú catódico. Diría que esa es la lección.