Si levantaran la cabeza los que hace tres cuartos de siglo teorizaron e impulsaron el Estado del Bienestar, se llevarían un berrinche y una alegría. El cabreo vendría al comprobar cómo su obra está a punto de irse por el desagüe de la Historia. El motivo de alborozo, que probablemente no compensara lo anterior, sería ver que los que con más ahínco defienden hoy su fórmula son muchos de los herederos ideológicos de quienes se opusieron vigorosamente a su puesta en práctica.
A Keynes, uno de los padres originales de la idea, le haría seguramente mucha gracia saber que se ha convertido en poco menos que fetiche referencial de la izquierda. Como cuentan que tenía bastante ego y le encantaba ser sacado a hombros, tal vez ni se molestara en aclarar que su invento no buscaba exactamente promover una sociedad más justa. Antes que nada, como le escuché decir un día al profesor Gabriel Tortella, él era un tipo de orden al que no le gustaba nada encontrarse con barricadas en la calle. Y no era sólo por cuestiones estéticas o de seguridad. Sabía que la bronca continua hacía bajar sus toneladas de acciones en bolsa y sospechaba, no sin razones, que si el cabreo de los que no tenían nada que perder iba a más, sería su clase la que empezaría a pasarlo verdaderamente mal.
Siguiendo el clásico de Lampedusa, había que cambiar las cosas para que nada de lo esencial cambiara. La solución pasaba por dar a esos descontentos alborotadores un poquito para evitar que se quedaran con todo. Como demuestran las décadas de prosperidad que vinieron después (hablo del llamado primer mundo, claro), fue un gran hallazgo. Convertir a los desharrapados en clase media resultó rentable económicamente, pero también ideológicamente: si tienes coche y casa en propiedad, Marx no te resulta tan simpático, y Lenin, bastante menos. El capitalismo se había salvado. Se me escapa por qué ahora se pone en riesgo otra vez.