Me hago cargo de la inmensa faena que supone catear un examen en Selectividad. De hecho, ya me ocurrió en su día. Una jodida moneda que ni siquiera lanzaron ante mi vista determinó que me cayera Griego en lugar de Latín. De haber sido al revés, gracias a los métodos antediluvianos pero brutalmente eficaces del legendario catedrático González —Pepe o Caligula para sus sufrientes discípulos—, mi nota habría superado el 9. Con la lengua de Sófocles y Esquilo no tenía opciones, sencillamente porque el profesor que tuvimos en COU a duras penas conocía el alfabeto helénico.
No era culpa suya. En el instituto, dirigido entonces por una estupenda docente y más tarde destacada política del PSE, habían decidido que para media docena —literalmente; éramos 6— de frikis que elegíamos letras puras, no merecía la pena buscar a alguien que dominara la materia y nos asignaron a Melchor, un gran tipo que nos enseñó muchas cosas útiles… pero ni una palabra de griego. Resultado práctico: rasqué un 3,5 milagroso para las circunstancias, y aunque no casqué el global por las notas decentes en las demás asignaturas, mi media fue un ramplón 6,36.
Lástima que esto fuera hace una porrada de años, cuando no había rastro de internet. Hoy podría haber abierto una petición con su correspondiente pataleo en Change.org como la que a la hora de escribir estas líneas lleva más de 13.000 firmas. La han impulsado un puñado de aspirantes a universitarios que al ir a hacer el correspondiente examen de Matemáticas se encontraron —¡Oh, tremebunda injusticia!— que era más difícil de lo que venía siendo en los años anteriores. Se lo juro.