A vueltas con PISA

Esto del Informe PISA va por barrios. Cada tres años se cambian los papeles celebratorios o plañideros según haya caído la lotería de unas pruebas que nadie acaba de explicar cómo funcionan y para qué carajo sirven realmente. O quizá sea que también los mayores de 15 abriles, todos y cada uno, andamos peces en comprensión lectora. Total, que ocupándonos de lo más cercano, ahora mismo tenemos fiesta mayor en la demarcación foral y luto riguroso con reproches adosados en la autonómica. En Navarra, faltaría más, se disputa a hostia limpia dialéctica la paternidad del éxito, mientras que en la CAV la competición consiste en ver quién le atiza la mayor guantada a los dirigentes políticos.

Empecemos por ahí. ¿Son los gobiernos responsables para bien o para mal de los resultados obtenidos por la chavalada en estas olimpiadas del saber con ínfulas? Es difícilmente negable que alguna influencia tienen sus normas educativas y el modo en que se aplican. “¡Y la pasta, oiga, la pasta!”, añadirá alguien, perdiendo de vista que varias de la comunidades de cabeza invierten mucho menos que algunas que se han dado la piña.

Anotemos, en todo caso, la cuota de culpa de los que mandan. Es curioso que la lista se pare ahí, excluyendo a las personas encargadas de transmitir el conocimiento, a las destinatarias de su trabajo y a sus progenitores, que algún pito deberían tocar en todo esto. Si queremos hacer un diagnóstico todavía más completo, propio de notable alto en el PISA, y aunque esto es común a los lugares con buenos y malos resultados, habrá que reflexionar un ratito sobre el valor que le damos al esfuerzo.

Un examen difícil (Bis)

Al final, el famoso examen de Matématicas de Selectividad de la Universidad del País Vasco era difícil, pero no tanto. Es verdad que pencaron —nótese al viejuno que escribe— algo más de la mitad de los que se presentaron, pero también lo será, en virtud de lo anterior, que cerca del 50% de los aspirantes aprobaron. Al margen de si resulta excesiva o no la cosecha de calabazas, el hecho nos apunta algo que va a misa: trabajando la materia indicada en el programa de la asignatura era posible aprobar.

A partir de ahí, y aunque su desazón y hasta su enfado son humanamente comprensibles en grado sumo, queda en entredicho el argumentario de los alumnos que se encontraron una prueba ajustada al currículum pero no a la costumbre. Insistir en la queja con una pancarta que serviría para suspender de rebote euskera, como apunta Juan Ignacio Pérez Iglesias, no habla muy bien de la madurez que, más allá de lo puramente académico, es lo que debería evaluarse a las puertas de la enseñanza superior. Y peor se antoja el papel de los docentes que al protestar se delatan: en lugar de enseñar la materia, entrenan para conseguir el aprobado.

Claro que tampoco es culpa suya, sino de lo que para mi sorpresa ha quedado fuera de este episodio. Lo que no es de recibo no es tal o cual examen concreto, sino la Selectividad en su conjunto. Se tome por donde se tome, carece de sentido. Si es una monumental injusticia jugarse varios años de estudios a una carta, igualmente lo es que acabe superándola el 98% de los que se presentan… y no digamos ya el hecho de que a la mayoría aprobarla no les sirva para prácticamente nada.

Un examen difícil

Me hago cargo de la inmensa faena que supone catear un examen en Selectividad. De hecho, ya me ocurrió en su día. Una jodida moneda que ni siquiera lanzaron ante mi vista determinó que me cayera Griego en lugar de Latín. De haber sido al revés, gracias a los métodos antediluvianos pero brutalmente eficaces del legendario catedrático González —Pepe o Caligula para sus sufrientes discípulos—, mi nota habría superado el 9. Con la lengua de Sófocles y Esquilo no tenía opciones, sencillamente porque el profesor que tuvimos en COU a duras penas conocía el alfabeto helénico.

No era culpa suya. En el instituto, dirigido entonces por una estupenda docente y más tarde destacada política del PSE, habían decidido que para media docena —literalmente; éramos 6— de frikis que elegíamos letras puras, no merecía la pena buscar a alguien que dominara la materia y nos asignaron a Melchor, un gran tipo que nos enseñó muchas cosas útiles… pero ni una palabra de griego. Resultado práctico: rasqué un 3,5 milagroso para las circunstancias, y aunque no casqué el global por las notas decentes en las demás asignaturas, mi media fue un ramplón 6,36.

Lástima que esto fuera hace una porrada de años, cuando no había rastro de internet. Hoy podría haber abierto una petición con su correspondiente pataleo en Change.org como la que a la hora de escribir estas líneas lleva más de 13.000 firmas. La han impulsado un puñado de aspirantes a universitarios que al ir a hacer el correspondiente examen de Matemáticas se encontraron —¡Oh, tremebunda injusticia!— que era más difícil de lo que venía siendo en los años anteriores. Se lo juro.