Un examen difícil (Bis)

Al final, el famoso examen de Matématicas de Selectividad de la Universidad del País Vasco era difícil, pero no tanto. Es verdad que pencaron —nótese al viejuno que escribe— algo más de la mitad de los que se presentaron, pero también lo será, en virtud de lo anterior, que cerca del 50% de los aspirantes aprobaron. Al margen de si resulta excesiva o no la cosecha de calabazas, el hecho nos apunta algo que va a misa: trabajando la materia indicada en el programa de la asignatura era posible aprobar.

A partir de ahí, y aunque su desazón y hasta su enfado son humanamente comprensibles en grado sumo, queda en entredicho el argumentario de los alumnos que se encontraron una prueba ajustada al currículum pero no a la costumbre. Insistir en la queja con una pancarta que serviría para suspender de rebote euskera, como apunta Juan Ignacio Pérez Iglesias, no habla muy bien de la madurez que, más allá de lo puramente académico, es lo que debería evaluarse a las puertas de la enseñanza superior. Y peor se antoja el papel de los docentes que al protestar se delatan: en lugar de enseñar la materia, entrenan para conseguir el aprobado.

Claro que tampoco es culpa suya, sino de lo que para mi sorpresa ha quedado fuera de este episodio. Lo que no es de recibo no es tal o cual examen concreto, sino la Selectividad en su conjunto. Se tome por donde se tome, carece de sentido. Si es una monumental injusticia jugarse varios años de estudios a una carta, igualmente lo es que acabe superándola el 98% de los que se presentan… y no digamos ya el hecho de que a la mayoría aprobarla no les sirva para prácticamente nada.

Sufrimiento de segunda

“50 horas en el aeropuerto sin agua. Nos han tratado como a perros”, moqueaba las penas de Murcia, o sea, las de Katmandú, un enfadadísimo turista (silabeo: tu-ris-ta) español que, además de poder contarlo, a esta hora duerme plácidamente en su casa mientras decenas de miles de nepalíes solo tienen escombros a su alrededor. Los que no han perdido la vida, claro. Como comentaba alguien en Twitter, el gachó debió de pensar que con la pulserita del hotel tenía prioridad en el rescate.

No quisiera generalizar, porque me consta que no todos los forasteros a los que les sorprendió el terremoto han mantenido la misma actitud. Sin embargo, este y otros berrinches de occidental mimado han sido lo suficientemente frecuentes —véanse los titulares, incluso de este mismo diario— como para que nos detengamos a pensar en su significado. Comprendo, cómo no hacerlo, el tremendo susto, la zozobra, y seguramente la angustia por vivir una experiencia límite. Pero justo hasta ahí. El resto es pataleo de pésimo gusto que delata una nula empatía y, en el mismo bote, ese neocolonialismo paternalista que rezuman —creyendo ellos y ellas lo contrario— estos Marco Polos de Decathlon.

En uno de mis libros de cabecera, La tentación de la inocencia, Pascal Bruckner señala la querencia por la autovictimización tantas veces gratuita que gastamos en la parte fetén del mundo. En el afán por monopolizar el infortunio, nuestros contratiempos de andar por casa acaban eclipsando el sufrimiento genuino y las auténticas tragedias. A los del lado chungo del planeta les hemos expropiado hasta la posibilidad de sentirse desgraciados.