18 años. Yo sí me acuerdo. Sin cerrar los ojos, sé dónde estaba en cada uno de los instantes críticos. Desde la noticia del secuestro hasta la de su muerte tras una infame agonía. Tengo memoria, cómo no, de la zozobra, del alma en vilo, del estupor, de la rabia, de la impotencia. También, claro, de los que ya entonces sacaron la calculadora y supieron que habían encontrado una mina que explotarían sin rubor; en esta tierra de emprendedores se han hecho incontables y pingües negocios con el dolor. Y no, no me olvido de los que callaron, de los que justificaron ni, ¡ay!, de los que celebraron que el estado opresor recibiera no sé qué golpe en la línea de flotación. Muchos de ellos dan hoy lecciones de dignidad a granel y andan señalando enemigos de la paz por aquí y por allá, o estableciendo suelos éticos a ojo de buen cubero, pero siempre a beneficio de obra.
Lo tremendo es que una mayoría de edad después, con todo lo que ha llovido y lo que ha dejado de llover —principalmente plomo y metralla— , la evocación justa y necesaria de Miguel Ángel Blanco siga devolviéndonos al peor de los pasados. ¿Por qué otra vez la ausencia clamorosa en el homenaje en el ayuntamiento de Ermua, con cinco siglas que están y una que no? ¿Por qué en ese mismo acto, que debería haber sido de puro recuerdo emocionado, la presidenta del PP vasco, Arantza Quiroga, sintió la necesidad de excusar la creciente irrelevancia de su partido y atribuyó la hegemonía actual de las fuerzas abertzales nada menos que a una presunta limpieza étnica perpetrada por ETA? Algún día venceremos la inercia, la nostalgia o la simple ineptitud.