Quién me iba a decir que mi antigua profesora de inglés, a la que cariñosamente apodábamos Rottenmeier, acabaría bautizando una ley de Educación. Pues ahí la tienen. Ayer se aprobó en el Congreso de los Diputados, en medio de un broncazo de sonrojo infinito, la que quedará para los restos como Ley Celaá, con tilde en la segunda a. Así nos referiremos a ella, alternándola con su correspondiente acrónimo, LOMLOE, que se incorpora a la interminable lista de sopas de letras que han ido identificando desde el pleistoceno los empeños de cada gobierno por hacer una norma educativa del recopón. Todas iban a ser la definitiva y todas han ido cayendo al albur de las diferentes mayorías en las Cortes españolas. No ha habido reforma sin su contrarreforma, y así, en bucle.
¿Hay algún motivo para pensar que esta vez ocurrirá algo diferente? Por un lado, temo que no, pero por otro, tirando de un entreverado de malicia e ingenuidad, quiero pensar lo contrario. Sin conocer al detalle el texto, me resulta muy sugerente la suma de siglas que lo han respaldado. Claro que quizá el argumento definitivo está en la acera de enfrente. Si Vox, PP, UPN y Ciudadanos se han agarrado semejante cabreo, algo bueno tendrá el enésimo intento de establecer unas reglas básicas para algo tan fundamental como la Educación. Ojalá.