Todo lo que cabe pedirle al rey —es decir, exigirle— es que devuelva lo que no es suyo y se quite de en medio. Lo demás es entrar en el juego y aceptar, aunque sea por pasiva, que a estas alturas del tercer milenio tiene sentido que la jefatura de un estado sea hereditaria por vía inguinal. Incluso si el destino nos deparase al más justo y benéfico de los monarcas, deberíamos poner pie en pared y renunciar a la hipotética felicidad que nos hubiera de traer, simplemente por una cuestión de principios. Hay que acabar de una vez con la anomalía histórica, con el tremendo anacronismo. Punto. Hasta plantear un referéndum es conceder carta de naturaleza a lo irracional. ¿Sería admisible, por más que lo apoyase una mayoría, que todas las instancias de gobierno, cargos judiciales o empleos públicos fueran hereditarios? Ahí dejo la pregunta.
Hago estas anotaciones sin albergar ninguna inquina especial por el ciudadano Felipe de Borbón y Grecia. Pasando por alto que, como dice Luis María Anson, lo más parecido a un Borbón es otro Borbón, no dudo de que este en concreto tenga la preparación del copón y medio que le cantan los juglares. Y seguro que es un tipo sensato, moderno, cabal, menos dado a la jarana y a los caprichos bragueteros que su antecesor, con un círculo de amistades que no desprende tanta caspa, amén de esposo ejemplar y cariñosísimo padre, como hemos podido ver. Todo eso estaría muy bien si se tratara de tomarse unas cervezas o unos cafés con él o, por qué no, de votarle en unas elecciones en las que se enfrentara de igual a igual a otros candidatos. Pero ya sabemos que ese no es el caso.