La primera en la frente. Por culpa de un flemón del tamaño de los caramelos de La Pilarica, me ha tocado estrenar el copago, o sea, el repago. Tampoco les voy a llorar por los 10 o 15 céntimos más que he tenido que soltar por la caja de antibióticos que han de devolver su forma habitual a mi de por sí irregular careto. Afortunadamente, aún me llega para eso. Me enterneció más ver en la cola de la farmacia a un abuelete echar mano de un ajado monedero con forma de D —qué recuerdos; mi paga infantil salía de uno igual— para extraer delicadamente el euro y pico que le correspondía. “Siempre nos ordeñan a los mismos”, dijo con más resignación que cabreo al depositar el dinero sobre el mostrador. En la larga fila, compuesta mayoritariamente por personas con mucha vida a cuestas, arreciaron comentarios similares.
A mi espalda, una señora apoyada en un bastón se preguntaba si tendría que elegir entre comer o curarse. Pronto le replicó otra: “¿Curarse? ¿Usted cree que todas estas medicinas que nos dan sirven para curarnos? Será para que nos muramos un poco más tarde, si hay suerte. Yo empecé tomando tres pastillas y ahora estoy con siete, además de unos sobres que saben fatal, un spray y un parche de los demonios”. Como era previsible, la hilera se convirtió en un concurso donde puntuaban el número de achaques y de boticas ingeridas per cápita junto a su posología detallada. Como documentos probatorios, gruesos fajos de recetas rojas que esperaban ser canjeadas —ahora previo pago parcial— por los remedios que, según la idea más generalizada entre sus consumidores, muestran una efectividad bastante dudosa.
Salí de la farmacia preguntándome si antes de lanzarse a morder el bolsillo más débil, las doctas autoridades sanitarias no se habrían planteado hasta qué punto es necesario convertir a los mayores —y a los que vamos camino de serlo— en laboratorios químicos humanos. ¿Y si se recetara menos?