Pues sí, como quedó claro en la columna de ayer, defiendo el esfuerzo. A mucha honra y, a pesar de una genética que me empuja más a la pereza que al curre, con el aval de haber predicado con el ejemplo. Ni sé las veces que me ha pillado el alba en el torno dale que dale. Para bien poca cosa, en bastantes casos, y no diré que no me he quejado, porque lo he llegado a hacer amargamente, pero sí que a la larga he firmado las paces con la frustración de haberme dejado las pestañas en balde. Probablemente, algunas de las cosas que hago medio regular son el fruto tardío de aquellas centenares de horas que creí haberle robado a mi vida.
Desconozco por qué pensar y actuar así me sitúa en varios censos nada gratos. De entrada, en el de los gilipollas que van más allá del cumplimiento del expediente cuando hay tantos atajos que se pueden tomar. También en el de los pinchaglobos y cenizos que andan señalando que no todo el monte es orégano y recordando que raramente el maná cae del cielo. Y últimamente, en el de los retrógados y fachuzos desorejados, que es con quienes se asocia en exclusiva la bandera del esfuerzo. Porque la han confiscado para utilizarla en su versión interesada —como hicieron al birlarnos y corromper la bella palabra austeridad—, pero también porque nadie al otro lado de la línea imaginaria ha movido un dedo para impedir que se la llevaran.
¿Quién iba a hacerlo si hoy el progresismo —lean progrerío— oficial nos pastorea por un mundo en el que basta estirar la mano para tomar lo que nos plazca porque nos corresponde simplemente por haber nacido? Ojalá hablara de derechos básicos, que ahí me apunto también yo, y que, paradójicamente, es la lucha que ha quedado en cuarto plano por más pancartas que veamos en las calles de un tiempo a esta parte. Pero no, me refiero a cuestiones más mundanas, de esas que hasta hace poco había que ganárselas a costa, siquiera, de unas gotas de sudor.