La figura de Hugo Chávez es infinitamente mayor que mi capacidad de comprensión. Y creo que de la de cualquiera, lo que no ha impedido que legiones de radicalmente afectos y furibundos desafectos se hayan sentido cualificados para retratarlo en un par de brochazos. O inquebrantablemente a favor o en contra sin fisuras. En ambos casos, con un lenguaje saturado de demasías de las que ni siquiera parecen ser conscientes quienes las avientan. Para unos y otros, llamarlo dictador sanguinario o gran libertador de los pueblos oprimidos es poco menos que una definición aséptica y mesurada que no cabe discutir. Tratar de abandonar este reduccionismo de los opuestos irreconciliables, querer introducir matices, señalar escalas intermedias entre lo blanquísimo y lo negrísimo, supone la garantía de excomunión. No estar con es estar en contra y, por supuesto, viceversa. Lacayo y tonto útil del imperialismo o comunista de salón trasnochado; no quedan más alternativas. Bueno, sí, la sintética: ser esto y aquello al mismo tiempo o por breves y sucesivos turnos.
Desde esa incómoda posición esquizoide, aguardo —con escasa fe, la verdad sea dicha— una visión del personaje documentada pero desprovista de anteojeras. De momento, no la he encontrado en los mil y un obituarios programados que se han ido publicando desde el anuncio oficial de su fallecimiento. ¿Será cuestión de dejar pasar el tiempo y probar de nuevo cuando se enfríen los ánimos de partidarios y detractores? Como tantas veces, puedo estar equivocado, pero sospecho que no será el caso. Más bien es previsible que ocurra justo lo contrario. Al dejar de respirar, Chávez, que ya era leyenda en vida, ha alcanzado definitivamente la categoría de mito. Si resultaba difícil introducir una micra de racionalidad en el análisis de sus actos, será tarea inútil intentarlo ahora que ha trascendido lo puramente humano y se ha convertido en un símbolo.