Mi memoria de ministros españoles de Asuntos Exteriores empieza, siendo yo un mocoso, con ese brutal fascista travestido en (y enterrado como) demócrata de toda la vida que atendía por José María de Areilza. El antiguo perseguidor de rojos y nacionalistas en las cloacas de Bilbao fue el primer canciller al servicio de su campechana y hoy jubilada majestad Juan Carlos Palito, a quien le atizó un portazo en el borbónico napiamen cuando puso a Suárez en lugar de a él a pilotar la modélica, ejem, transición. Le sustituyó otro reconvertido que tal bailaba, Marcelino Oreja Aguirre, al que con el tiempo fueron sucediendo una patulea de individuos e individuas que, quizá con la salvedad de Fernando Morán el de los chistes, cabrían en la definición genérica de simpáticos caraduras con algo de mundo, un par de idiomas —a veces chapurreados—, bastante ego, facilitad para meter el cuezo e hígado castigado a base de tragos cortos, medianos y largos.
Paco Ordóñez, Abel Matutes, Jose(p) Piqué, Trinidad Jiménez, Ana Palacio, Miguel Ángel Moratinos… Repasen la lista y verán que todos dan el perfil de vividores, incluyendo al objeto último de estas líneas, el actual propietario de la cartera, José Manuel García Margallo. Después de cuatro años semioculto por la mediocridad y el pinturerismo de sus compañeros de gabinete, parece decidido a reivindicarse —a la vejez viruelas— como el notorio chiripitifláutico de la política que es. En esas, amén de escribir un autocomplaciente libro de memorias desmemoriadas, se ha venido arriba mentando una sublevación catalana que habrá de sofocarse. Caray con la Diplomacia.