Sugerencia, petición o trampa saducea vía Facebook, Twitter y hasta por correo electrónico: “¿No vas a escribir nada sobre el asesino de Oslo?” En primera instancia, el ego del columnista se siente confortado. Cree ver reconocida esa soledad del teclado, tan jodida ella, que te hace dudar de cada línea escrita. A fin de cuentas, debe de ser verdad que hay alguien al otro lado. Aunque uno se haya vasectomizado los tímpanos para que todo elogio que caiga en ellos no procree un enorme narciso, siempre quedan cuatro gotitas de vanidad irredentas. Y, venga, va, todo sea por tu público. Te pones a tratar de cumplir el mandado… hasta que descubres con horror que no estás a la altura de tal tarea.
Tan crudo como lo confieso. Nada de lo que se me pueda ocurrir sobre el tal Anders Behring Breivik vale más que cualquier gañanada que se haya soltado estos días con el codo apoyado en la barra de un tasco. O, si es el caso, que las pontificaciones que hayan dejado en el éter, en internet o en los periódicos de papel cualquiera de mis cofrades del juicio a toda costa y sobre lo que sea. Qué envidia, no tener las cosas tan claras.
Decía el filósofo Mel Gibson en ese clásico de arte y ensayo titulado Arma Letal que las opiniones son como los culos; todo el mundo tiene una. Pues servidor, por lo menos en este asunto, debe de ser la excepción. Palabra que con este tipo a lo más que llego es al enunciado de la evidencia: es un asesino múltiple. A partir de ahí, me pierdo en el clásico del huevo y la gallina. ¿Nació con el instinto criminal bajo el brazo y encontró la forma de darle gusto en un ideario pseudopolítico? ¿Fueron esas lecturas las que envenenaron al hombre bueno por naturaleza que, según Rosseau, todos traemos de fábrica? A lo peor, simplemente, se juntaron el hambre y las ganas de comer. Me consta, eso sí puedo sostenerlo con cierta convicción, que ocurre con demasiada frecuencia.