Idoia Mendia, aventadora de las versiones oficiales de Patxinia y vertedora ocasional de marrones ciegos, lleva en su muñeca un reloj de 5.000 euros. No, no es otra insidia putrefacta de los diarios cuyo nombre ella evita pronunciar. De hecho, se contaba, más como elogio al buen gusto que como nada que sugiriera crítica, en los periódicos del frente amigo. Sin escatimar un detalle, además. Así supimos que la exclusiva pieza que mide los segundos de Mendia es un modelo Classic de la prestigiosísima marca suiza Hublot en acero-oro tamaño señora. El de Soraya Sáenz de Santamaría —chincha y rabia, vicepresidenta española— es la vulgar versión de acero tamaño cadete que sale por mil leureles menos. Todavía hay clases. Que se vea que en Euskadi no estamos tan mal.
Será porque soy un muerto de hambre vocacional al que le da dolor de corazón gastarse más de cuarenta napos en unos zapatos, pero no logro imaginarme lo que se puede sentir portando a diario una fruslería cuyo precio equivale a ocho mensualidades del salario mínimo. Dice en su publicidad el fabricante del pedazo peluco que “el placer de llevarlo justifica el orgullo de poseerlo” . Buff, peor me lo pone. Llámenme intolerante, pero sigue sin entrarme en la cabeza que alguien que a cada rato nos pide mesura y contención y que, de propina, dice ser de izquierdas, no se conforme con mirar la hora en un Casio corriente y moliente.
Tal vez se tratara de un regalo. En este caso, y al margen de que la malvada asociación de ideas nos lleve —sin fundamento, claro— a recordar las conversaciones entre Camps y su “amiguito del alma”, debemos compadecernos de Mendia. Ya dijo Cortázar que cuando te obsequian un reloj, te regalan “un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo” y además, “el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa”. O de que lo cuenten en el periódico.