Lamenta el senador Anasagasti —citando a Patxi López, lo juro— que este es un país de cotillas. Si pretendemos ser medio ecuánimes y nos aplicamos en el complicado ejercicio de empatía de ponerse en la piel de quien tiene una ocupación tan peculiar, resulta comprensible su enfado al ver sus haciendas expuestas a la luz pública. Como decía una contertulia de Gabon la otra noche, no es plato de gusto para nadie saber que la vecina del tercero tiene barra libre para fisgar en tu armario y —añado yo— maliciarse imaginativas cábalas o hacerse lenguas sobre por qué tienes lo que tienes.
Sin embargo, más allá del cabreo lógico de quien se ve obligado a ponerse debajo de la lupa, tanto el veterano político jeltzale como su inopinado inspirador son conscientes, porque ninguno nació ayer, de que esta función de exhibicionismo era justa y necesaria. Les va, casi literalmente, en ese sueldo que pese a la hipotética transparencia del acto, seguimos sin conocer en su exactitud porque todos sabemos que el 10-T no es la biblia. No vale llenarse la boca con lo de los bolsillos de cristal y luego colgar cortinas de gruesa lona.
Es cierto que el destape se ha hecho de un modo un tanto chapucero, rozando lo chusco en algunos casos, y que ha tenido mucho de espectáculo de portería. Pero ni mucho menos se ha quedado en mero chismorreo. Aparte de descubrir que algunas señorías están forradas, otras parecen andar a la cuarta pregunta y una porción no pequeña de ellas deben a los bancos cantidades que no da una sola vida para pagar, en la batida han saltado liebres muy ilustrativas. Un ejemplo que sobrepasa la anécdota para ser categoría: el exdiputado socialista de infausto recuerdo Ricardo García Damborenea, condenado como muñidor de un grupo que practicó el terrorismo paraestatal, sigue cobrando 2.061 euros todos los meses. Ya vemos cómo se pagan los, ejem, servicios prestados. Y eso no es un cotilleo.