Palabras que caen como un directo sobre el plexo solar: “No se pueden equiparar mercenarios, como eran los del GAL y los del Batallón Vasco Español, con otro tipo de luchadores. Ni aquí, ni en Turquía, ni en Sudáfrica ni en ningún sitio. Y eso es lo que el Estado español no es capaz de abordar”. Suponen un golpe por lo que dicen —enseguida entro en eso—, pero también por quién las dice. Probablemente, lo mismo, salido de otros labios, me hubiera provocado un rechinar de dientes menor, un “¡ya estamos con la vaina!” o una mueca entre la resignación y la confirmación de la sospecha de que la cabra tira al monte. Sin embargo, que sea Patxi Zabaleta el autor de esas frases me llena de zozobra, alarma y… No quisiera escribir desengaño, pero ahí le ronda.
Tengo hacia Zabaleta un aprecio personal parejo al grandísimo respeto político que me inspira. Más allá de acuerdos y desacuerdos en esta o aquella postura, creo que ha demostrado de largo y pagando un alto precio que sus actos han estado guiados por una base ética difícil de ver en otros protagonistas de la vida púbica. Su influencia en la deslegitimación de la violencia de ETA es innegable. Estoy seguro de que gracias a sus declaraciones firmes, serenas y, por encima de todo, sensatas, muchas personas fueron capaces de vencer la inercia y dar el paso hacia donde estábamos los que creemos que el asesinato no es una forma aceptable de lucha sino la más inaceptable de todas.
De ahí, precisamente, nace mi perplejidad y mi desazón, porque ayer el coordinador de Aralar vino a decir exactamente lo contrario. Para ponerlo peor, aludió a unas presuntas convicciones que convertían en menos deplorables a unos verdugos que a otros. Qué territorio más peligroso. ¿No mataban Pol Pot, Pinochet o el mismo Hitler por un supuesto ideal? Creí aprender de Zabaleta que se puede morir por las convicciones, pero no asesinar por ellas. Sin excepciones.