Cuánta maldad. Fíjense que desde hace semanas —y no les cuento desde el domingo por la noche— no dejo de recibir puyitas irónicas. “Confiesa que lo vas a echar de menos, aunque sea un poquito”, me sueltan, junto a una sonrisilla construída con una boca y unos ojos de verdad o con un punto y coma y el signo de cierre de paréntesis. Pues no, en absoluto. Ni imaginan el profundo deseo y la perentoria necesidad de pasar esta página que sentía. Miento: sí se lo imaginan, me consta que a muchas y muchos de ustedes les ocurría exactamente lo mismo. Por eso sé que también serán capaces de comprender que la inmensa sensación de alivio es de largo más poderosa que el vértigo que da mirar al futuro y comprobar que lo que viene tiene dientes de tiburón y garras de puma. Creo que Iñigo Urkullu es el primero que sabe que se las va a tener que ver con una réplica del infierno a escala 1:1.
No quedará otra que entrar en ese capítulo, pero antes —de eso van estas líneas— hay que poner un epílogo inevitablemente incompleto al que estamos dejando atrás. Frente a ustedes saco mi pañuelo blanco y, sin lágrimas ni nada que se les parezca, le digo adiós a Patxinia. Quién sabe, puede que el tiempo y algunos historiadores con vocación respostera hagan un apaño con esta época de tinieblas y al final resulte que no fue para tanto. Por mi parte, les pongo por testigos de mi empeño en guardar el recuerdo sin aditivos ni colorantes. ¿Por rencor o revanchismo? No va por ahí; se me dan fatal las vendettas. Es simplemente que me niego a trampear la memoria.
Vindico y reivindico cada vivencia. Igual las regulares que las pésimas como esta que me ha hecho descender no sólo al pozo séptico de lo político sino, ay, de lo humano. Eso último es, con diferencia, lo que más me ha dolido durante estos tres años y medio. Hay comportamientos que no comprenderé ni aunque viva quince eternidades. Adiós, Patxinia, adiós.