Justo un peldaño por debajo de los antivacunas y dos de los negacionistas rabiosos, nos han salido unos malotes de lo más enternecedor. Son los que, a raíz de la reciente norma que vuelve a hacer obligatorio el uso de mascarillas en exteriores, se han puesto megamaxifarrucos y se proclaman aguerridos desobedientes. “¡Pues yo no me pienso poner el bozal en la calle!”, porfían tontos del haba como Arcadi Espada, Macarena Olona o el más corto de luces de nuestro barrio. Deben de sentirse como los Sans-culottes de la revolución francesa o las feministas que quemaban los sostenes cuando hacerlo suponía jugársela de verdad. En este caso, estamos apenas ante el mendrugo postureo de enfants terribles que no llegan a mocosetes consentidos. Ni merece la pena desearles que otro mastuerzo como ellos les atice a la jeta descubierta un buen estornudo con tropezones que, pasado el periodo de incubación, los lleve a una estancia de dos semanas boca abajo en la UCI.
Por mi parte, y dado que la inmensa mayoría de mis congéneres cumple con lo determinado incluso sin estar convencidos de su verdadera utilidad, me importa una higa lo que hagan estos Martin Luther King de pacotilla. Me basta con saber que su pretendida rebeldía se debe a la seguridad de que en este punto de la pandemia interminable no va a venir un guardia a cascarles una multa. Otra cosa es que al tener su bocaza destapada tras mi cogote en la parada del bus, me reserve el derecho de pensar para mis adentros que son tipos y tipas que, amén de creerse más listos que los demás cuando son lo contrario, rezuman insolidaridad por cada poro de su piel.