Cada vez resulta más incomprensible que todo esté tan mal, con la cantidad de eruditos que tienen la receta infalible de la felicidad universal. Dieciocho de ellos se juntan de una tacada a partir de hoy en Bilbao, bajo el auspicio bienhechor del mecenas López. Si hace unos días soltó 300.000 leureles de las inagotables arcas públicas para traer, entre otros prodigios de la lira, a Imanol Arias o Juan Echanove a un festival poético con menos seguimiento que la carta de ajuste del Canal Natura, es de esperar que haya sido igual de generoso en el alquiler de la masa gris más florida y granada entre el Volga y el Misisipi. Y será por ínfulas, que pudiendo haber titulado el sarao “A ver si se nos ocurre algo” o “Vamos a darle una vueltilla a la cosa”, lo han bautizado “Ideas para cambiar el mundo”.
Se me dirá, seguramente con razón, que debería arrodillarme y lustrar con mi lengua el suelo que pisan los excelsos cráneos convocados al evento. Sin rubor reconozco que tengo en alta estima a varios de ellos —a otros no los había oído nombrar en mi vida, tan bruto soy— y que encuentro brillantes algunas de sus reflexiones. Pero luego los veo en el programa de mano o en la nota de agencias presentados como “reputados” o “prestigiosos” pensadores y corro instintivamente a calzarme la armadura. Simplemente, me chirría que el pensamiento se convierta en profesión y salvoconducto para ir de feria en feria, de bolo en bolo, contando a los lugareños cómo deberían ser las cosas y cómo no son. Repitiendo los mismos chistes, hoy en Patxinia, mañana en Helsinki, pasado en Matalascañas.
Todo eso, además, sin perder de vista quién los recluta y para qué. La gran maldición de la intelectualidad, incluso de la que se proclama más libre, es que está sujeta a caché. En eso no se diferencian de Bisbal, y los inspiradores gintonics van ya a doce y hasta catorce napos. Y claro, quien paga pide algo a cambio