Era un domingo sin titulares de fuste y vino a alegrarlo el muy opusiano ministro español de Interior. Sí, a alegrarlo. Yo ni siquiera me tomé el trabajo de indignarme por su salida de pata de banco sobre las consecuencias letales del matrimonio entre personas del mismo sexo. Aviados iríamos si derrocháramos bilis por gachupinadas que deberíamos tener amortizadas mucho antes de ser aventadas. A estas alturas no puede sorprendemos que un meapilas convicto y (ejem) confeso como Fernández Díaz se descuelgue con una memez del calibre habitual. Y menos, insisto, cabrearnos, a no ser que nos vaya la pose tanto como a él. ¿Que sus palabras son muy graves? Solo si queremos concederles gravedad. Tal vez lo pudieran haber sido en otro tiempo o en otro lugar. Aquí y ahora carecen de trascendencia. Quedan cuatro que piensan como él y saben que han perdido esa batalla. Las declaraciones pintureras son su último recurso, casi el del pataleo. Quién lo hubiera dicho hace apenas diez o quince años.
Si rascamos un poco en la frase que fue entrecomillada, veremos que no son necesariamente los homosexuales quienes más motivos tienen para sentirse ofendidos o dolidos por la soplagaitez de Fernández. Al acusar a las parejas del mismo sexo de poner en peligro la perpetuación de la especie —hay que ser rancio para emplear una expresión así—, también estaba señalando por extensión a cualquier pareja heterosexual que, por la causa que sea, no tiene descendencia. Hay miles de los llamados por el ministro matrimonios naturales que, por muy observantes de la fe católica que sean sus contrayentes, no están en disposición de tener hijos. Según la atrabiliaria teoría del señor de las porras, merecerían ser objeto de censura general por su incapacidad para traer prole al mundo. Por fortuna, hemos avanzado lo suficiente como para que este enunciado nos resulte insensato más allá del tipo de parejas a que se refiera.