Voy teniendo la edad en que casi todo debería resbalarme, en expresión que le robo a John Benjamin Toshack, como el agua en la espalda de un pato. Pero no consigo llegar a ese plácido nirvana de la impasibilidad, fatal carencia que pago con bilis hirviente y alteraciones de pulsos que ya me han valido la tarjeta amarilla de quien sea que decide la duración de las estancias en este valle de lágrimas y mocos. Ocurre así que situaciones o hechos que al resto de los mortales les resultan muy divertidos, a mi me provocan cabreos del quince y medio, acompañados de negrísimas reflexiones sobre la insoportable mentecatez del ser y la nula esperanza respecto a la posibilidad de arreglo del género humano.
Para que decidan con conocimiento de causa si soy un puñetero vinagre o un alma noble y sensible que se duele con razón, les cuento el último episodio de esta erisipela social de la que aún sigo convaleciente. Me sobrevino al leer el pasado jueves que en todos los centros de los grandes almacenes del triangulito verde se había agotado el pijama de leopardo que luce Belén Esteban en ese tele-engendro llamado Gran Hermano VIP, cuyos participantes cobran (casi) como consultores internacionales del gobierno venezolano.
Incluso entre los que tienen la sensatez de no echarse semejantes porquerías a los ojos, habrá quien lo resuelva con un jijí-jajá y un comentario sobre cómo está el patio. Para mi, sin embargo, la constatación de que hay miles de prójimos y prójimas que corren a pulirse unos euros para imitar la indumentaria gualtraposa de tal individua es un desazonador síntoma de lo que pasa y por qué pasa.