Estas cosas hay que decirlas de un tirón, así que ahí va: no me gusta el anuncio de la lotería de navidad. Vamos, pero ni media gota. Sí, ya sé que anda todo quisque vuelto merengue y haciéndose lenguas sobre la emotividad incontenible de la milonga, los maravillosos valores que difunde y los nobilísimos sentimientos a los que apela. Incluso los que llevan siempre el vitriolo en bandolera se han rendido a la sensiblería estomagante de la pieza. Como demasiado, alcanzan a propagar chistes virales, sospecho que después de haber echado las lagrimitas reglamentarias ante el final radiotelegrafiado de la historieta y su moraleja engañabobos: lo importante no es que te toque, sino compartirlo. “¡Y una leche en vinagre!”, esperaba que contestáramos a coro, pero para mi pasmo, la reacción canónica es el nudo en la garganta y los ojos rojos.
Acepto mi condición de minoría raquítica, y dejo a su discrecionalidad tildarme de perro verde, desalmado o tocapelotas. Creo que mi bilis hirviente no es tanto por el continente —esa historia de ajonjolí— como por el contenido, es decir, la promoción de la filosofía más reaccionaria del mundo, que es la que se oculta tras todos los juegos de azar con premio en general, y la lotería de navidad en particular.
No les falta razón a los cavernarios que sostienen, ironía arriba o abajo, que el sorteo del 22 de diciembre es el penúltimo bastión de la unidad de la nación española. Lo es en lo territorial, porque es difícil encontrar un secesionista que no lleve una participación, pero también en lo ideológico. Rojos, verdes, azules y entreverados jugamos con igual pasión.