La lotería de Rosa

Me he hecho el propósito, ya sé que muy probablemente estéril, de no ver el dichoso anuncio de la lotería de navidad. No busquen pretensión heroica, reivindicativa o estética en la intentona. En realidad, es pura cuestión de bilis, de conciencia de minoría derrotada que al tiempo que alza la bandera blanca ruega con toda humildad que no le encabronen más de lo necesario. Admito con deportividad el entusiasmo que provoca la cosa incluso en seres humanos de mi alrededor por los que siento cariño y respeto. Ni se me ocurre poner en duda que será un producto audiovisual de una factura exquisita. Pero no me pidan que me sume a la marea de natilla y chantillí.

¿Que tengo el corazón de piedra? Ya me gustaría a veces. Al contrario, se me humedecen los ojos con más frecuencia de la que quisiera. Y por desgracia, casi siempre por historias que no forman parte de una trama de ficción con final feliz. Que sí, que muy bien lo de la maestra —al final, es inevitable enterarse de los detalles— de este spot. Seguramente, hay una ternura infinita en lo que sea que le pasa a la señora y me alegro por ella y por la buenísima gente que la rodeará en el corto publicitario.

Lástima que no haya guionista que pueda edulcorar el desenlace del cuento prenavideño que no se me va de la cabeza desde anteayer. A Rosa, una mujer de Reus de 81 años, Gas Natural le cortó la luz hace dos meses porque no podía pagarla. Una vela con la que no le quedaba más remedio que iluminar su triste existencia fue el origen del incendio en que pereció asfixiada (*). Ahora unos y otros se culpan mutuamente de una muerte que no ocurrió por azar.

(*) Inicialmente había señalado que Rosa murió calcinada. Corrijo: fue por asfixia.

Lotería y unidad nacional

Estas cosas hay que decirlas de un tirón, así que ahí va: no me gusta el anuncio de la lotería de navidad. Vamos, pero ni media gota. Sí, ya sé que anda todo quisque vuelto merengue y haciéndose lenguas sobre la emotividad incontenible de la milonga, los maravillosos valores que difunde y los nobilísimos sentimientos a los que apela. Incluso los que llevan siempre el vitriolo en bandolera se han rendido a la sensiblería estomagante de la pieza. Como demasiado, alcanzan a propagar chistes virales, sospecho que después de haber echado las lagrimitas reglamentarias ante el final radiotelegrafiado de la historieta y su moraleja engañabobos: lo importante no es que te toque, sino compartirlo. “¡Y una leche en vinagre!”, esperaba que contestáramos a coro, pero para mi pasmo, la reacción canónica es el nudo en la garganta y los ojos rojos.

Acepto mi condición de minoría raquítica, y dejo a su discrecionalidad tildarme de perro verde, desalmado o tocapelotas. Creo que mi bilis hirviente no es tanto por el continente —esa historia de ajonjolí— como por el contenido, es decir, la promoción de la filosofía más reaccionaria del mundo, que es la que se oculta tras todos los juegos de azar con premio en general, y la lotería de navidad en particular.

No les falta razón a los cavernarios que sostienen, ironía arriba o abajo, que el sorteo del 22 de diciembre es el penúltimo bastión de la unidad de la nación española. Lo es en lo territorial, porque es difícil encontrar un secesionista que no lleve una participación, pero también en lo ideológico. Rojos, verdes, azules y entreverados jugamos con igual pasión.

Veinte millones

Veinte millones de euros en cash patanegra donados a Cáritas. Así, sin despeinarse, porque pelo tampoco es que le sobre. ¿Qué hacemos con Amancio Ortega? ¿Lo ponemos en un pedestal por saleroso, espléndido y desprendido o lo corremos a gorrazos dialécticos por fariseo, farsante y fanfarrón? Yo, sin alinearme de partida con los que propugnan lo uno o lo otro, me acuerdo de sus muelas porque me tiene desde hace varios días en una zozobra intelectual de aúpa. Cuando me parece que ya sé lo que opino y estoy en condiciones de arrancarme a teclear, me surge de entre la maleza cerebral una partida de pensamientos partisanos apuntándome con el argumento contrario. Y como soy un blandengue, me cambio de bando… hasta que desembarca una nueva flotilla de razonamientos que me devuelven a la postura original.

Sin poner la mano en el fuego ni descartar que la proximidad de la hora tope para entregar esta columna tenga algo que ver, creo que por fin he llegado a una conclusión lista para someter al juicio de los lectores, que es el que vale de verdad. Ni gesto generoso que prueba que los ricos también pueden tener un corazón de oro ni gaitas en pepitoria. Lo que se han currado los centuriones de Ortega —es altamente improbable que él en persona haya gastado un segundo en la cuestión— es una campaña promocional. Igual que las que montan para uniformar al personal con trapos cosidos vaya usted a saber dónde y por cuánto, sólo que mucho más barata. Se han ahorrado las sesiones fotográficas, las vallas, las páginas de papel cuché y todo lo demás. Un comunicado de prensa, y a correr. Mínima inversión, máximo beneficio, de eso sigue yendo el capitalismo.

Nada que objetar a la organización que ha aceptado el interesado donativo. Los que pontifican sobre la caridad y la justicia suelen hacerlo con el estómago lleno. Seamos prácticos. Esos veinte millones empiezan a ser dignos a partir de ahora.

La tele séptica

Parecía una de las contadísimas ocasiones en que en la vida real ganan los buenos. Hace dos sábados, ese engendro catódico llamado La Noria se emitió sin un solo anuncio publicitario en sus intermedios. Empujadas por el qué dirán y no sin haber echado cuentas, las marcas que se dejaban ver en tan siniestro escaparate (no peor que otros, por cierto) fueron desertando una a una. La mayoría de ellas acompañó el abandono con una nota de apostasía de la telemierda que contenía, de propina, propósito de enmienda y petición de disculpas a sus consumidores.

Sería injusto arrumbar a todas las firmas como hipócritas, pero de momento, una ha vuelto al redil y, casi más triste, se han incorporado cinco o seis de nuevo cuño, atraídas por las tarifas a cero euros con que contraatacó Telecinco. La semana que viene se sumarán otras cuantas y antes de navidad todo volverá a ser normal. El episodio de la entrevista pagada a la madre del tal Cuco quedará amortizado y como lo que no te mata te hace más fuerte, el programa de marras seguirá esparciendo detritus con mayor convicción que antes. A veces es cierto literalmente que no hay mal que por bien no venga: la últimas entregas de la cosa han tenido los registros de audiencia más altos de su historia.

La conclusión es que tenemos Noria para rato. Y aunque una no descartable acción blanqueadora de la cadena acabase por retirar el espacio de la parrilla, no habría motivo para echar a volar las campanas. En un dos por tres sería sustituido por una ponzoña del pelo con otro nombre y las mismas hediondas intenciones. Recuérdese que Tómbola, el Mississippi de Navarro o el denostado Tomate fueron rápidamente relevados por productos que en la comparación los dejaban en pellizco de monja. El pozo séptico que es la televisión (esa televisión; no generalicemos) no conoce límites de profundidad. ¿Demasiados espectadores con alma de espeleológo, quizá?