La lotería de Rosa

Me he hecho el propósito, ya sé que muy probablemente estéril, de no ver el dichoso anuncio de la lotería de navidad. No busquen pretensión heroica, reivindicativa o estética en la intentona. En realidad, es pura cuestión de bilis, de conciencia de minoría derrotada que al tiempo que alza la bandera blanca ruega con toda humildad que no le encabronen más de lo necesario. Admito con deportividad el entusiasmo que provoca la cosa incluso en seres humanos de mi alrededor por los que siento cariño y respeto. Ni se me ocurre poner en duda que será un producto audiovisual de una factura exquisita. Pero no me pidan que me sume a la marea de natilla y chantillí.

¿Que tengo el corazón de piedra? Ya me gustaría a veces. Al contrario, se me humedecen los ojos con más frecuencia de la que quisiera. Y por desgracia, casi siempre por historias que no forman parte de una trama de ficción con final feliz. Que sí, que muy bien lo de la maestra —al final, es inevitable enterarse de los detalles— de este spot. Seguramente, hay una ternura infinita en lo que sea que le pasa a la señora y me alegro por ella y por la buenísima gente que la rodeará en el corto publicitario.

Lástima que no haya guionista que pueda edulcorar el desenlace del cuento prenavideño que no se me va de la cabeza desde anteayer. A Rosa, una mujer de Reus de 81 años, Gas Natural le cortó la luz hace dos meses porque no podía pagarla. Una vela con la que no le quedaba más remedio que iluminar su triste existencia fue el origen del incendio en que pereció asfixiada (*). Ahora unos y otros se culpan mutuamente de una muerte que no ocurrió por azar.

(*) Inicialmente había señalado que Rosa murió calcinada. Corrijo: fue por asfixia.

Trini y tantos otros

Trini, se llamaba Trini. Me pregunto, como cada vez que me enfrento a una situación parecida, si teníamos algún derecho a conocer su nombre. Me respondo que es probable que no, e inmediatamente añado que, en cualquier caso, era inevitable. Hay una corriente en mi oficio que sostiene, entre la convicción y la autojustificación, que revelar ese dato es una especie de vindicación de los seres anónimos, incluso un homenaje póstumo que humaniza a los protagonistas de las noticias. Luego está, claro, la manoseada cita de Chesterton: el periodismo consiste en contar que Lord James ha muerto a gente que no sabía que Lord James estaba vivo. Pues con Trini, ni eso. En buena medida, lo que la ha llevado a los titulares y a las conversaciones ha sido que nadie sabía que estaba muerta desde hace dos años y medio. Y bien podrían haber sido cuatro, seis o diez de no haber mediado unas goteras. Triste pero real, que unas humedades tengan que ser las que den el aviso tardío de que hay que borrar a alguien del censo.

Oigo aquí y allá que parece increíble que pueda suceder algo así. ¿Seguro? No será por la cantidad de veces que, sin llegar a los extremos de este caso, leemos o escuchamos que han encontrado el cadáver de un anciano o una anciana que llevaba días o semanas descomponiéndose en la más miserable de las soledades. Hay miles de seres a los que les aguarda ese destino. Diría incluso que lo anhelan, pues les da igual seguir respirando un día más o uno menos en un mundo que los dejó de lado hace mucho. Por no caber, no caben siquiera en ese vagón de cola social que denominamos con lenguaje políticamente correcto “personas en situación de exclusión”. Su existencia, que solo lo es a efectos administrativos, no mueve a la fundación de oenegés ni a convocar concentraciones de protesta. Les queda, como a Trini, pudrirse literalmente durante meses hasta que se descascarille el techo del local de abajo.

Viudas

Vegetan en el quinto infierno de la exclusión, allá donde no llegan las cámaras de los corazonistas de pitiminí. Casi mejor así, porque su pobreza no es nada fotogénica. Arrugas amarillentas, ojos siempre húmedos cada día más enterrados en un cráneo que anticipa despiadadamente lo que será —ojalá pronto, desean— una calavera. La comisura de los labios en permanente temblor y sellada para ocultar unas encías despobladas de dientes que ya solo pueden con purés de oferta y galletas María mojadas en un simulacro de café con leche. Mejor no sigo con el retrato. Demasiado duro incluso para los estándares de la marginación, donde por tremendo que parezca, también hay derecho de admisión, clases, categorías y compartimentos estancos. Quién coño va a ganar un premio al más solidario o al más chachiguay vampirizando historias tan corrientes y molientes como la de la vecina del cuarto o la del entresuelo.

No tienen mucho que contar ni demasiado que inventar. Fueron niñas en una época difícil. Tal vez jóvenes en otra no mejor. Se casaron —con suerte, con un buen hombre que no les levantó la mano aunque seguramente sí la voz— y criaron tres, cuatro, cinco hijos hoy muy caros de ver. Tuvieron la comida y la cena a la hora y el piso de cincuenta metros cuadrados en perfecto estado de revista. Profesión, sus labores, quedaron reducidas en el carné de identidad y más que probablemente en sus propias cabezas. Madres y esposas en la vida. Lo último, solo hasta que las caprichosas leyes de la biología y de la estadística enviaron al cementerio a sus maridos.

En lo sucesivo y para los restos fueron —son— viudas. Debieron acostumbrarse al vacío y la soledad, pero también a llegar a fin de mes con menos de la mitad de lo que ingresaba su difunto. 578 euros es el promedio engañoso. La inmensa mayoría apenas alcanza 462. Lo peor es que no parece importarle a nadie. Por invisible, su miseria no cuenta.

Dependientes

Me han dicho que mi columna de ayer era muy dura. Hay incluso quien no pudo terminar de leerla. Aunque no escribo con la intención de remover estómagos —ni siquiera conciencias—, debo decir que me alegro de haber provocado esa incomodidad que, por lo demás, fue seguramente pasajera. Ahí está el problema: hemos desarrollado anticuerpos para borrar de nuestra mente lo que no nos gusta. En cuanto los radares detectan cualquier trozo de la realidad que nos puede hacer daño, activamos las defensas. Pero al cambiar de página, de acera o de canal, además de no solucionar nada, nos convertimos en colaboradores necesarios de una injusticia.

Es lo que ocurre no sólo con el Alzheimer, del que hablaba en el áspero segundo párrafo de hace 24 horas, sino con todas las cabronas enfermedades que se ceban con quienes están en tiempo de descuento. ¿La tercera edad? No, ese es un eufemismo sacaroso que sólo incluye a los que, respetados por la biología y medianamente por la cartera, están en disposición física de ser pastoreados a Benidorm o los destinos más exóticos que últimamente oferta el catálogo de Adineko o el Imserso. Me refiero a los que son pura y crudamente viejos o viejas, como tal vez nosotros mismos el día menos pensado, y ya no pueden hacer prácticamente nada por sus propios medios. En nuestra manía de buscar etiquetas que no arañen, los llamamos “dependientes”.

Una vez bautizados así, apenas son un epígrafe, generalmente con presupuesto simbólico o nulo, en el papel mojado de las políticas sociales. A los responsables de administrar esos escuálidos dineros públicos no les dan ninguna guerra. No andan por ahí navaja en mano, ni están ya para cortar el tráfico u ocupar una residencia con una patada en la puerta. Para colmo —esto sí que me pudre— no resultan una causa nada fotogénica, nada chachi, nada guay, para los solidarios de pitiminí. Sólo les queda aguardar la muerte. Y no llega.

Las dos caras de la vejez

Mentiras, grandes mentiras, y tres traineras por delante, las estadísticas. El último estudio del Eustat sobre las personas mayores en Euskadi ha demostrado de nuevo cuán certero es el antiguo adagio que establece la clasificación general de la falsedad. Dice ese informe que quienes en nuestra tierra han saltado el listón de los 65 años viven con autonomía, son activos, practican deporte, y están satisfechos con su calidad de vida. Se refiere a la media, claro, obtenida después mezclar en la misma Turmix pensionistas de a dos mil euros mensuales y salud, efectivamente, de hierro con otros que no llegan a los seiscientos y que sobrellevan su agonía diaria con una docena de medicamentos

Una realidad no niega la otra. Es cierto que cada vez hay más personas que acumulan calendarios sin la menor dificultad para bailar Paquito el chocolatero hasta el amanecer. Pero también lo es que junto a esa tercera edad incombustible -ojalá nos toque pertenecer a ella- hay otra condenada a arrastrarse durante lo que la química quiera hasta que impriman su esquela.

Invisibles

Una de las mil diferencias entre los dos tipos de vejez es que, mientras el primero se hace ver y a veces, incluso, notar, el segundo permanece confinado en casas que un día tuvieron vida y hoy son apenas un nicho donde se aguarda el definitivo. Sólo nos percatamos levemente de su existencia en las tristes salas de espera de los ambulatorios donde acuden buscando el mazo de recetas impresas en rojo que van prorrogando su tiempo entre los que respiran o cuando cruzan en una eternidad un paso de cebra tirando de una bolsa del Simply que sólo lleva productos en oferta. Tres segundos después se han borrado de nuestra mente.

Lo describo de este modo tan poco delicado en un intento, supongo que vano, de compensar su invisibilidad. Hemos desarrollado un caparazón lo suficientemente impermeable para que convivir con ésta y otras certezas incómodas no nos desordene la conciencia. Ese comodín sirve, en todo caso, para los simples mortales. Los que, además de serlo, tienen alguna responsabilidad política, no pueden mirar hacia otro lado ni engañarse con estadísticas como ésta del Eustat, que sólo muestra la parte presentable de la foto. Es fantástico que muchos de nuestros mayores no pasen apreturas económicas y estén como robles para aguantar los chicharrillos que les echen o para hacer de canguros gratuítos de nuestros hijos. Pero no pierdan de vista a esos otros, unos miles, que no tienen más horizonte que llegar al minuto siguiente.