Seguramente será porque soy un sieso y un vinagre, pero a mi no me hizo ni pajolera gracia la presuntamente simpática foto en la que el baranda del Eurogrupo, Jean-Claude Juncker, simulaba estrangular al ministro español De Guindos. ¿A qué narices venía ese jijí-jajá en medio de un encuentro donde se iba a decidir si nos metían la tijera hasta el corvejón o se quedaban dos centímetros más acá? ¿Qué es lo que encuentran divertido de la situación? A esto último no hace falta que contesten, ya lo sé: que tomaran la resolución que tomaran, a ninguno de los dos bromistas les iba a afectar en absoluto. Al día siguiente, y al siguiente del siguiente, y dentro de veinte años si les aguanta lo biológico, sus existencias transcurrirán en la más plena placidez.
Sé, porque no es la primera vez que derroto por aquí, que bordeo los lindes de la demagogia. Asumo el riesgo, convencido de que entre los mil análisis o las dos mil reflexiones sobre por qué y cómo pasan las cosas, casi siempre se olvida citar algo tan primario como que los llamados a resolver nuestros problemas no pueden ni remotamente ponerse en la piel de quienes sufrirán sus consecuencias. Lo explicaba perfectamente el desaparecido cantautor uruguayo Quintín Cabrera: “Qué vida más diferente, la mía y la suya, señor presidente, usted maneja mi suerte chupando importado en Punta del Este”.
Recordé el estribillo viendo el colegueo despreocupado de Guindos y su compadre luxemburgués inmediatamente antes de emprender un regateo que se saldaría con un aumento del recorte de cinco mil millones de euros. No me puedo imaginar un desenfado similar entre los currelas citados a las fatídicas reuniones en las que esa fría cifra se traducirá en cartas de despido con veinte días por año trabajado y, en el mejor de los casos, una palmadita en la espalda. Qué vida más diferente, lo asumimos. ¿Sería demasiado pedir que, por lo menos, no se rieran?